Los días dedicados a la elaboración de presupuestos son fascinantes, siempre que seas un entendido en política, un inversionista o un cronista financiero detallista. Los demás mortales son más libres de continuar con sus vidas sin verse inmersos en el complejo proceso de organizar las finanzas gubernamentales.
El plan presupuestario mexicano para 2025, que se presentará este viernes 15 de noviembre, podría convertirse en una excepción a esta regla.
Su anuncio ha generado gran expectativa por al menos tres motivos: será el primer presupuesto de la presidenta Claudia Sheinbaum, con el que se llenarán los vacíos de la política fiscal de su gobierno; México presenta su mayor déficit fiscal desde la década de los ochenta, lo que ha generado inquietud en el mercado respecto al rumbo a seguir, particularmente dadas las frágiles finanzas del gigante petrolero nacional, Pemex; y la economía experimenta una desaceleración notable en medio de una mayor incertidumbre.
Ya Sheinbaum y el Secretario de Hacienda, Rogelio Ramírez de la O, han adelantado que el próximo presupuesto incluirá una reducción sustancial del déficit.
Con un déficit total del sector público que se estima finalizará este año alrededor del 6% del PIB, el Gobierno necesitará volver a encauzar con rapidez sus cuentas por la vía de la sostenibilidad. Sin embargo, lo que no tendría sentido es un fuerte recorte presupuestario para reducir el déficit a un 50%, en torno al 3%, en un solo año, como sugería Ramírez de la O en junio.
Un plan más moderado, realizable y adecuado para una economía que ya coquetea con la recesión sería obtener el mismo resultado, pero a lo largo de un periodo de dos o tres años.
Para explicarlo, permítanme ofrecerles primero un poco de contexto: el predecesor de Sheinbaum, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), aplicó una estricta estrategia de gasto, que llamó convenientemente «austeridad republicana» por su énfasis en recortar gastos en los niveles más altos del gobierno.
No obstante, esa austeridad, poco habitual en un líder de izquierdas como AMLO, con predilección por los grandes proyectos impulsados por el Estado, desapareció en el 2024, su último año de mandato, cuando el déficit primario se disparó del 0,1% al 1,4% del producto interno bruto.
Con la justificación oficial de finalizar sus emblemáticos proyectos de infraestructura (léase: garantizar que su partido venciera ampliamente en las elecciones generales), AMLO desembolsó grandes sumas sin considerar la pesada carga que dejaría a su discípula Sheinbaum.
En su momento, la reacción del habitualmente prudente secretario de Hacienda fue argumentar que el déficit volvería naturalmente a sus niveles anteriores en 2025 porque para entonces ya se habrían concluido los grandes proyectos de AMLO.
Eso fue sólo una ilusión: primero, porque una vez que se tiene un gasto asignado, es muy difícil eliminarlo. Pero además, reducir el déficit en unos tres puntos del PIB mediante un recorte del gasto probablemente congelaría la actividad económica.
Eso está más claro ahora que los analistas esperan que la economía crezca sólo un 1% el próximo año.
En su encuesta mensual de expectativas económicas privadas, el banco central de México pinta un panorama sombrío para la segunda economía más grande de América Latina: el 72% de los encuestados dijo que el clima de negocios empeorará en los próximos seis meses y sólo el 8% dijo que es un buen momento para invertir en el país.
Y estas cifras se tomaron antes de que la elección de Donald Trump como próximo presidente de Estados Unidos añadiera el riesgo de aranceles al poderoso complejo exportador de México.
En este contexto, los recortes presupuestarios drásticos acercarían la economía a una contracción, lo que reforzaría un círculo vicioso sobre las finanzas públicas. Eso probablemente crearía problemas políticos para la presidenta y amenazaría su agenda, que se inclina hacia un fuerte gasto social. Peor aún, cualquier propuesta de tales recortes probablemente tendría que basarse en pronósticos optimistas en los que es poco probable que el mercado confíe.
Un ajuste fiscal gradual, consistente y plurianual sería aceptable (y mucho más realista) para los inversionistas y las agencias de calificación si va acompañado de una evaluación seria de la situación financiera de Pemex que proponga ahorros. Es mucho más deseable sobrepasar un objetivo moderado que no alcanzar una meta que siempre fue inalcanzable.
Esto es aún más cierto dada la posibilidad de que las tasas de interés de México se mantengan altas durante más tiempo debido al factor Trump, consumiendo recursos públicos adicionales.
Un nivel de deuda relativamente bajo, de alrededor del 50% del PIB, permite a México tener cierta capacidad de gasto adicional mientras Sheinbaum construye su reputación fiscal entregando resultados como lo hizo AMLO (esto es particularmente clave si Ramírez de la O termina dejando el gobierno).
Nada de esto significa ignorar un problema fiscal de largo plazo: las administraciones de AMLO y Sheinbaum están construyendo el estado de bienestar que México nunca tuvo al aumentar el gasto en numerosos programas sociales e iniciativas estatales; el problema es que quieren hacerlo sin ninguna reforma fiscal ni aumentos significativos de impuestos.
A medida que se consagran cada vez más derechos sociales en la Constitución de México, las autoridades deben considerar la sostenibilidad de esa estrategia. Solo necesitan mirar a Brasil y las interminables pesadillas presupuestarias que han surgido de destinar la mayor parte de su gasto público.
Visto de esa manera, una reforma fiscal en los próximos años parece inevitable, pero México aún tiene tiempo para proponer un plan ambicioso que se ajuste a su estrategia. Sí, los ricos deben pagar más impuestos, pero el gobierno también debe, por una vez, tomar en serio la reducción de la dañina informalidad económica del país, donde aproximadamente la mitad de los empleos no se producen dentro de los canales formales.
Más importante aún, cualquier cambio debe salvaguardar la austeridad tradicional del país: la estabilidad macroeconómica ha sido una de las fortalezas de México en las últimas tres décadas; el objetivo de ampliar el Estado debería ser compatible con esa prudencia en lugar de socavarla.
Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial de Bloomberg LP y sus propietarios.
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