El presidente ruso Vladimir Putin ha intentado proyectar una imagen de poderío económico al tiempo que continuaba con la guerra en Ucrania, como si pudiese sobrevivir con facilidad a los esfuerzos occidentales por contrarrestar su agresión. Pero si el presidente electo Donald Trump y otros líderes de Occidente pretenden negociar un acuerdo de paz prudente, no deberían creérselo.
Más que muchos autócratas, Putin es consciente de la importancia de la resiliencia económica. Desde antes de invadir, diseñó una fortaleza fiscal para preservar su régimen.
Incluyó un presupuesto federal en equilibrio; un endeudamiento en el extranjero reducido al mínimo; cientos de miles de millones de dólares en reservas del banco central; y un fondo de riqueza nacional de US$175.000 millones, diseñado para atenuar el efecto de la volatilidad de los precios energéticos sobre los ingresos nacionales dependientes de los combustibles fósiles.
Esta planificación (junto con las constantes exportaciones de petróleo y gas) ha permitido a Putin resistir a las sanciones occidentales y eludir las predicciones de colapso económico.
Aportó un gran estímulo al incrementar el gasto militar desde menos del 4% hasta, en opinión de algunos, el 10% del PIB, generando puestos de trabajo bien remunerados en el sector de la defensa y ayudas que transformaron la vida de las familias de los soldados, a menudo indigentes.
Esta generosidad, sumada a los préstamos hipotecarios subvencionados por el gobierno, que ya no existen, fomentó el gasto de los consumidores y el auge de la construcción.
Ahora se acumulan los costes. Todo es más caro: según un cálculo, una cesta representativa de bienes de consumo en Rusia tiene un coste un 80% superior al de antes de la guerra. Los sueldos se han disparado, pues gran parte de la mano de obra ha muerto, está herida o no está disponible.
La creciente inflación ha obligado al banco central a subir la tasa de interés hasta el 21%, destruyendo la inversión en empresas civiles.
Los estímulos se están agotando: de acuerdo con las mediciones oficiales, se prevé que el crecimiento se reduzca al 1% en el 2025, en comparación con el 3,9% de este año. Ajustada a medidas independientes de inflación, la producción real rusa se ha contraído drásticamente.
Lo peor para Putin es que su fortaleza se ha visto muy debilitada. Unos US$300.000 millones de reservas del banco central están estancados en Occidente, y tal vez nunca regresen. El efectivo líquido del fondo de riqueza, denominado en yuanes chinos, se ha reducido al equivalente de unos US$31.000 millones.
El despilfarro de préstamos ha debilitado a los bancos, lo que hace que Rusia sea mucho más vulnerable a los shocks económicos, como una caída de los precios mundiales del petróleo. Cuanto más dure la guerra, mayores serán los daños y mayor la necesidad de recurrir a medidas impopulares, como aumentar los impuestos o recortar el gasto social.
Es cierto que las limitaciones económicas por sí solas no obligarán a Putin a poner fin a la guerra en un futuro próximo, pero sí reflejan una ventaja que las naciones occidentales deberían aprovechar.
Las economías combinadas de Estados Unidos y Europa son más de 20 veces mayores que la de Rusia. Mostrar una determinación constante para gastar más que Putin ayudaría a llevarlo a la mesa de negociaciones y le ofrecería una influencia crucial. Un compromiso de ese tipo, combinado con el suministro continuo de armamento sofisticado y sanciones más duras, maximizaría las posibilidades de un acuerdo razonable.
Es evidente que la paciencia pública para extender la ayuda a Ucrania está menguando, tanto en Estados Unidos como en otros lugares, pero recortar el apoyo ahora no pondría fin a la guerra en términos deseables.
Por el contrario, envalentonaría a Putin y, con toda probabilidad, resultaría mucho más costoso a largo plazo. La economía de Rusia es más débil de lo que parece. Occidente debería aprovechar esta oportunidad mientras pueda.
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