Llegué con hambre pero con cierta ansiedad a The Yellow Bittern, en Caledonian Road, no demasiado lejos de la estación de St. Pancras.
Este pequeño restaurante, con capacidad para unas 16 personas, había abierto hacía menos de una semana. Desde la calle se veía como una librería, en línea con su nombre, extraído de un poema irlandés de más de 300 años de antigüedad.
El responsable es Hugh Corcoran, un chef de Belfast que se ha hecho famoso cocinando en Francia y España. No me preocupaba la comida. Ya había probado su estofado de caza y un suntuoso plato de callos hace un año en un pop-up en Dalston. Sin embargo, esta nueva aventura tenía una particularidad: The Yellow Bittern solo acepta dinero en efectivo.
Mientras ojeaba el menú de la pizarra, calculaba mentalmente para asegurarme de que las £100 (US$130) que había sacado de un cajero automático me bastarían.
Aunque ya había estado en otros establecimientos de pago, este era el primero con obras de arte costosas en las paredes, entre ellas, lo que parecía una obra del pintor escocés Peter Doig, cuyo trabajo ha alcanzado precios millonarios en subastas.
¿Y si me dejaba llevar por el apetito y pedía demasiada comida y vino? A regañadientes, aparté la vista de la enorme tarta de paloma torcaz pintada y me quedé con el coddle dublinés (salchicha, bacon, patatas y delicioso).
Trabajar al contado tiene una enorme ventaja: los restaurantes no tienen que pagar las comisiones que imponen las compañías de tarjetas de crédito por sus servicios. Además, el acceso a los fondos es inmediato si se dispone del dinero a mano.
Sin embargo, también hay desventajas: las autoridades fiscales tienden a realizarle auditorías y la existencia de dinero en efectivo en el local puede ser un atractivo para los ladrones. En The Yellow Bittern es necesario timbrar para entrar. Es una buena precaución. Pero andar a pie hasta los bancos para depositar sobres con dinero en efectivo también puede resultar peligroso.
Todo esto parece anacrónico en una época en la que las finanzas se pueden “enviar” y “recibir” por todas partes en unos pocos segundos. Tengo mi smartphone, así que ¿para qué necesitaría dinero en efectivo en mi billetera?
No obstante, mientras almorzaba solo, se me ocurrió que tal vez había adoptado con demasiada ligereza mis hábitos de no usar efectivo. ¿Por qué el efectivo me parecía arcaico? En Londres, uso mi teléfono para pagar casi todo, desde viajes en autobús y metro hasta comprar libros, café y cenas.
Ha sido un cambio bastante reciente y rápido en mi comportamiento. Hace siete años, cuando vivía en Nueva York, visitaba constantemente los cajeros automáticos para asegurarme de tener suficiente efectivo para pagar el metro, los taxis, los bocadillos y las copas después del trabajo.
El resto del mundo aún no ha alcanzado a Reino Unido ni a países como Dinamarca, incluso en Londres, los taxis negros tradicionales prefieren el efectivo, aunque aceptarán, refunfuñando, el pago electrónico si insistes. Puede que consideres a Japón como la nación del futuro, pero la mayoría de sus consumidores y comercios todavía prefieren utilizar efectivo en los puntos de compra.
Mucha gente mantiene un apego fetichista al papel moneda, porque es la confianza hecha visible, un certificado de valor que los gobiernos y las instituciones prometen respaldar con su prestigio y poder (aunque no el oro, que no ha sido un patrón monetario en ninguna parte del mundo durante décadas). No es una virtud contemporánea. La fe ha sido parte de la práctica financiera exitosa durante siglos.
El sistema hawala transfronterizo de intermediarios en la India y Medio Oriente, que intercambian fondos a cientos, si no miles, de kilómetros, ha estado en vigor al menos desde el siglo XIV. Como director de noticias de la revista Time, lo usé para enviar dinero a periodistas y empleados en el Irak posterior a Saddam porque era imposible conseguir que un banco estadounidense u occidental lo hiciera. Nunca me falló.
Pero las instituciones y los gobiernos poderosos pueden deteriorarse. Los chinos inventaron el papel moneda hace siglos, pero también eran conscientes de que el principio subyacente era delicado.
Los arqueólogos siguen encontrando frascos llenos de monedas escondidas bajo tierra, aparentemente en preparación para el inevitable momento de decadencia dinástica, cuando la rebelión, la inflación, la corrupción y la agitación sacudirían la autoridad del imperio y la eficacia del papel. Como mínimo, el metal conservaría un tinte de valor de fusión.
Eso es mucho para masticar durante el almuerzo. Pero hubo más: una reciente crisis personal relacionada con la confianza surgió como un mal flashback proustiano. El año pasado, tontamente creí a una persona que llamó y dijo ser de mi banco advirtiéndome de un intento de pirateo de mi cuenta. Alarmado, seguí sus instrucciones, sin sospechar que la persona que llamó era de hecho el estafador.
Después de que unos amigos, en un restaurante, me regañaran por ser demasiado confiado, descubrí que decenas de miles de libras de mis ahorros habían ido a parar a varias partes del mundo. Mis verdaderos banqueros fueron comprensivos y, con el tiempo, recuperaron mis pérdidas.
Solo bastaron unos momentos de confianza equivocada para vaporizar mi dinero en señales electrónicas que salieron rápidamente de mi posesión. En contraste, solo me habían asaltado una vez en Nueva York, a punta de pistola, lo cual fue aterrador, pero el ladrón me pidió mi billetera solo para sacar el efectivo que había en ella, devolviéndomela con mis tarjetas. Estaba conmocionado, pero solo saqué US$40.
No digo que el dinero en efectivo sea el rey, tal vez solo que soy un tonto con el dinero, sea cual sea su forma. Ahora me asustan los ladrones de teléfonos que proliferan en el centro de Londres.
El dinero es algo complicado, y las meditaciones a la hora del almuerzo no alcanzan ni de lejos para describir la forma en que permea nuestras vidas. Su valor depende de la voluntad suya y mía, así como de los gobiernos de todo el mundo, de reconocer que, en efecto, tiene valor. Es un argumento circular que da miedo, pero lo estamos viviendo. No deje que la comodidad lo lleve a la complacencia.
Oh, el almuerzo me costó £55 (US$71,55). Dejé £15 (US$19,50) de propina. Me sentí muy aliviado de tener suficiente efectivo.
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