Despegando del aeropuerto de Mérida, en el sudoriental estado mexicano de Yucatán, se contemplan unas vistas impresionantes: las aguas esmeralda del Golfo de México, la insólita geografía modelada por un asteroide hace millones de años.
Sin embargo, también se puede observar algo más: los agujeros en la cubierta de bosques excavados por los enormes proyectos inmobiliarios, barrios privados que permiten a las familias disfrutar de la buena vida y, de paso, especular con la tierra.
Puede que Yucatán sea famoso por sus impresionantes ruinas mayas, sus cuevas subterráneas y cenotes, y su exquisita gastronomía. No obstante, la mayor razón de su creciente popularidad entre lugareños y extranjeros es más trivial: es el estado más seguro de México, y con mucha diferencia.
Aunque en algunas zonas del país se vive algo así como una guerra civil, la tasa de homicidios de Yucatán es de dos por cada 100.000 habitantes, un décimo de la media nacional. Comparativamente, la tasa de asesinatos de Florida en 2022 fue de 7,2 por cada 100.000 habitantes, similar a la de Ciudad de México.
A lo largo de la historia, Yucatán ha estado apartado de las principales rutas de contrabando de drogas. Además, goza de estabilidad institucional. También invierte mucho en la policía local. Se trata de factores clave para la seguridad, como escribió con mi colega Maya Averbuch el año pasado.
Cuando recientemente me alojé con mi familia en una casa de playa durante un fin de semana, no nos preocupamos de cerrar la puerta con llave por la noche. No hay muchos lugares en Latinoamérica o incluso en EE.UU., olvídese de México, donde se pueda hacer eso con tranquilidad.
Pero la consecuencia de esa relativa seguridad es el creciente flujo migratorio y una expansión urbana que pone en peligro un medio ambiente frágil: la Selva Maya, que se extiende por la península de Yucatán, Belice y el norte de Guatemala, y alberga la mayor selva tropical que queda en América después del Amazonas.
La inexistencia de un plan de desarrollo coherente, el caótico solapamiento de las jurisdicciones locales y federales y el complejo entramado jurídico para inversionistas y comunidades indígenas han avivado un crecimiento anárquico y un frenesí inmobiliario.
Se suele decir que en Yucatán cualquier lugareño es capaz de venderte un «lote de inversión» si así lo deseas; en las carreteras hay un gran número de carteles con ofertas de terrenos «únicos».
Tanto los yucatecos como las autoridades mexicanas y los promotores inmobiliarios en general deberían reflexionar sobre si un modelo que amenaza un tesoro de biodiversidad es verdaderamente el que quieren aplicar.
Aunque todavía es una pequeña ciudad con 2,3 millones de habitantes, la población de Yucatán ha crecido 40% entre 2000 y 2020. Mérida, su capital, ya tiene un millón de habitantes. Con el folclore maya poniéndose de moda entre los turistas estadounidenses y canadienses, las llegadas al aeropuerto principal se han cuadriplicado en las últimas dos décadas, y la economía ha crecido en promedio a un ritmo de aproximadamente el doble del nacional desde 2014.
Los complejos de edificios están empezando a aparecer a lo largo de la costa, y los locales ya están sufriendo las desventajas de otras ciudades mexicanas de tamaño medio, desde el tráfico hasta la escasez de agua y una expansión urbana horizontal que devora más bosque cada día. El estado está considerando una mayor integración comercial con EE.UU. a través de una expansión del estratégico puerto de Progreso.
Incluso Bernard Arnault, el magnate del lujo francés, está apostando por la región con la remodelación de una finca del siglo XVII cerca de Mérida que se inaugurará en 2027 a través de su cadena Belmond.
Ese delicado equilibrio entre el progreso económico y el medio ambiente nunca es fácil de lograr.
No estoy necesariamente argumentando en contra del crecimiento: México necesita generar empleos mejor remunerados y actividad económica; buena parte de esas inversiones han traído consigo mejoras de infraestructura muy necesarias y la restauración y preservación de joyas arquitectónicas históricas.
Pero basta con echar un vistazo a la vecina Riviera Maya, donde Cancún y Tulum son sombras de lo que fueron, para prever los peligros del desarrollo no planificado. Comprender colectivamente, más allá de los lemas verdes vacíos, que nadie gana con un Yucatán ambientalmente diezmado sería un primer buen paso; aplicar regulaciones más estrictas en áreas donde prevalece la apariencia de anarquía, sería otro.
Todavía no hemos visto ese enfoque: tomemos el caso del Tren Maya, la majestuosa línea ferroviaria que atraviesa la península de Yucatán y conecta Cancún con Palenque, en Chiapas.
Fue construida por los militares en un tiempo récord, sin tener en cuenta demasiado el territorio que atravesaba ni la vida animal que desplazaba, y mucho menos un estudio serio que pronosticara la demanda potencial.
Además de tener un presupuesto escandalosamente superior (US$25.000 millones y sigue aumentando), sólo ha sido utilizada por una quinta parte de su tráfico estimado de pasajeros desde su inauguración el año pasado. Si esta es la política pública que favorecen los altos mandos del gobierno de México, ¿qué impide que los inversores privados intenten ganar dinero rápido?
Para ser justos, esta lucha entre la conservación y el progreso no es exclusiva de esta región ni siquiera de México; es una característica emergente de cualquier destino turístico medianamente exitoso.
Lo que es particular de Yucatán es su fragilidad ambiental, que incluye una grave degradación del suelo y áreas propensas a incendios, tanto naturales como provocados por el hombre. En el mundo actual, el progreso significa tener en cuenta estos impactos, no solo construir, construir y construir como si no hubiera un mañana.
La buena noticia es que varios factores juegan a favor de Yucatán: todavía está relativamente aislado y poco poblado, el compromiso político con la seguridad ha trascendido varias administraciones y su cultura se remonta a siglos atrás, lo que refuerza un sincero aprecio por su dotación histórica y natural (a diferencia de Cancún, un proyecto liderado por el gobierno que comenzó en la década de 1970).
Sin embargo, si este ritmo de desarrollo continúa, es probable que dentro de 20 o 30 años Yucatán sea radicalmente diferente. El momento de actuar es ahora.
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