Casi en todas partes se ha derrotado a la inflación, menos en las urnas. He aquí una lección de un año de reñidos comicios a ambos lados del Atlántico. Y aquí tenemos otra: es preciso revisar nuestras herramientas tradicionales para hacer frente a las grandes variaciones de los precios que más afectan a los votantes y a la economía.
En Estados Unidos y Europa, la inflación y el elevado costo de la vida han sido los principales motivos de preocupación de los votantes, ansiosos por castigar a los gobernantes en funciones por haber dejado que se produjeran.
Poco importa que la tasa de inflación general de la mayor parte de los países ya haya vuelto a la normalidad o que se supone que el control de los precios es labor de los bancos centrales.
A los políticos más indignados les puede parecer tentador llegar a la conclusión de que, cuando se trata de política monetaria, los gobiernos electos deberían tener más influencia. ¿Y por qué no, si se les va a acusar a ellos cuando las cosas vayan mal?
Javier Milei, presidente de Argentina, había prometido en la campaña electoral «desmantelar» el banco central, si bien no ha hecho nada al respecto desde que asumió el cargo. Donald Trump, el candidato republicano a la Casa Blanca, quiere “por lo menos tener voz” sobre la evolución de las tasas de interés y considera que él las controlaría mejor.
La dilución de la independencia de la Fed sería contraproducente, ya que transmitiría a los inversionistas la señal de que el banco central sería más político y potencialmente más laxo con respecto a la inflación. Todo ello se traduciría en un incremento de la prima de riesgo de la deuda de EE.UU. y, con el tiempo, probablemente en tasas de interés más altas, no más bajas.
No obstante, Trump declaró también este verano a Bloomberg Businessweek que contaba con un plan para reducir los costes, “ya que si se pudieran reducir los costes, entonces se podrían recortar las tasas de interés.”
Aquí tiene razón. Los gobiernos pueden y deben hacer más para luchar contra los choques de precios relacionados con la oferta, ya que vamos a tener muchos más y el planteamiento existente dista mucho de ser el más adecuado.
Con el cambio climático, las guerras comerciales y los conflictos geopolíticos en auge, es más probable que las crisis de precios del futuro se parezcan más a los altibajos inflacionistas de los últimos años que a los brotes de inflación de los años 80 y 90 provocados por el exceso de demanda.
Confiar únicamente en las tasas de interés para atajar este tipo de “shockflación” no sólo es políticamente corrosivo, sino costoso. Significa esperar hasta que un shock en un mercado haya hecho subir los precios en toda la economía.
Peor aún, como señalaba un reciente documento para el Parlamento Europeo, al mantener las tasas de interés más altos, resulta aún más caro realizar inversiones a largo plazo, en la lucha contra el cambio climático, por ejemplo, que harían menos probables futuras sacudidas de los precios.
Aunque endurecer la política monetaria nunca es popular, cuando la inflación se alimenta de una demanda excesiva, esas tasas más altos al menos se producen tras un periodo de aumento de los ingresos. Por el contrario, un banco central que sube las tasas de interés después de un shock del lado de la oferta, como la invasión rusa de Ucrania, da una patada a la gente cuando está en el suelo.
Los pagos de las hipotecas suben justo cuando las facturas de energía y alimentos también se disparan. No es de extrañar que los bancos centrales de 2021 y 2022 hayan tardado en emprender ese camino. Los choques de oferta también significan que es probable que la política monetaria y la fiscal tiren en direcciones diferentes.
El banco central acaba exprimiendo el gasto de los hogares con tasas más altas justo cuando los gobiernos gastan miles de millones en programas para amortiguar la crisis del coste de la vida.
Si tenemos suerte, el periodo reciente, con una pandemia mundial y una guerra europea, resultará haber sido excepcional. Pero la energía y la alimentación son precisamente los sectores que podrían ser un problema en el contexto tanto del cambio climático como del esfuerzo mundial por abandonar el carbono.
También es probable que un mundo más fragmentado geopolíticamente signifique interrupciones más frecuentes e imprevisibles en las cadenas de suministro. Y la historia reciente nos ha enseñado que los bancos centrales no pueden permitirse descartar la inflación resultante como “transitoria”.
La conclusión es que todos los gobiernos deberían estar pensando en cómo hacerlo mejor la próxima vez. Aún no disponemos de una caja de herramientas completa, y la mejor combinación de políticas variará según el país. Pero he aquí tres primeras reglas del camino.
Primera: evitar que los choques se propaguen significa más intervención de la que nos enseñaron en Economía neoliberal 101. Pero no apague del todo las señales de precios. En respuesta al salto de los precios del gas en Europa en 2022, el primer instinto de muchos políticos orientados al mercado fue dejar que los precios encontraran su nivel y luego ver cuánta ayuda necesitaban los hogares.
Esto acabó generalizando el problema: la energía representó más de la mitad de la subida de la inflación de la zona euro desde principios de 2021 hasta mediados de 2022. Otro inconveniente fue que permitió que un montón de productores no afectados obtuvieran beneficios inesperados, amplificando el choque y encareciendo aún más la ayuda a los hogares.
Otro enfoque, que finalmente siguieron Francia y algunos otros países, consistió en impedir que las compañías energéticas repercutieran el aumento de los precios mayoristas del gas a los clientes. Esto protegió a los hogares y limitó la repercusión en la inflación general.
Pero no hizo nada por aliviar la escasez energética en sí, ya que los hogares tenían pocos incentivos para reducir el consumo. Tampoco evitó los beneficios imprevistos de los productores de energía, que fueron compensados por la diferencia entre el precio de mercado y el tope doméstico. (Algunos de ellos se recuperaron más tarde mediante impuestos extraordinarios).
Alemania puede haber encontrado una forma mejor con su “freno al precio del gas” a finales de 2022. Para ello, el gobierno fijó un tope de precios de la energía muy por debajo del nivel del mercado en el 80% del consumo medio de gas de los hogares del año anterior.
El consumo por encima del 80% debía pagarse a precios de mercado completos, lo que suponía un incentivo para conservar. Lo que hay que saber: ante un cambio importante en las condiciones del mercado, limite la magnitud del choque pero mantenga el poder de señalización de unos precios más altos.
Una segunda regla: los gobiernos deben esperar que las empresas utilicen las crisis de precios como excusa para aumentar los márgenes, sobre todo si unos pocos dominan un sector. Según la Comisión Europea, el 55% de la subida de los precios internos en la zona euro en 2022 se debió a que las empresas elevaron sus márgenes.
En EE.UU., el aumento de los beneficios empresariales desempeñó un papel menor en general, pero representó 9 puntos porcentuales del aumento de aproximadamente el 14% del nivel de precios internos desde mediados de 2020 hasta mediados de 2022, según una investigación de la Universidad de Massachusetts.
La vicepresidenta Kamala Harris, abanderada demócrata, ha prometido prohibir el "abuso de los precios", pero el problema de fondo es el aumento de la concentración del mercado que lo permite. Revertir esta situación no sólo impulsaría el crecimiento y la productividad a largo plazo, sino que también haría que la próxima crisis de la oferta fuera menos costosa para los votantes.
Tercera regla: si quiere atajar los altos costes para los consumidores, evite políticas que empeoren el problema. Bloomberg Economics estima que el plan de Trump de imponer aranceles del 60% a China y del 20% al resto del mundo contraería la economía estadounidense un 0,9% y haría subir los precios un 4,4% en tres años, impulsando la medida de inflación objetivo de la Fed hasta el 3,7% en 2025. Si otros mercados reaccionan, el daño sería mucho mayor.
El ex presidente ha sugerido que los ingresos podrían utilizarse para aliviar la carga de los hogares en otros ámbitos, como el cuidado de los niños. Es difícil ver cómo el gobierno podría recaudar billones de dólares con los aranceles y, al mismo tiempo, impulsar el empleo y los ingresos de las empresas que compiten con las importaciones. Pero pase lo que pase, estos aranceles más altos no van a reducir los costes.
Harris corre el riesgo de caer en una trampa similar con su plan para reducir los costes de la vivienda, que encabeza con una promesa de US$25.000 en ayudas al pago inicial para los compradores de primera vivienda.
Por sí sola, al estimular la demanda, esta medida se sumaría a la presión al alza de los costes de alquiler y vivienda que ha supuesto un tercio del aumento de la inflación estadounidense desde 2020.
El resto de su plan destinaría US$40.000 millones a incentivos directos para aumentar la construcción y la oferta de viviendas nuevas. Sabiamente, sus asesores han sugerido recientemente que la construcción adicional tendría que venir antes que la ayuda extra a los compradores.
Enfrentados a un fuerte repunte de la inflación inducido por Covid-19 y la guerra, los bancos centrales respondieron demasiado tarde, y además con herramientas reactivas de segundo orden.
Los votantes quieren a alguien a quien culpar de sus facturas más altas, y los políticos también. Lo que los responsables políticos deberían buscar en su lugar son formas más inteligentes de atajar estos choques en su origen.
Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial de Bloomberg LP y sus propietarios.
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