A México le sobra todo para ser una potencia en la fabricación automovilística: es uno de los principales productores de vehículos del mundo, con exportaciones de casi US$200.000 millones anuales en productos, entre los que se incluyen modelos de tecnología avanzada como el Audi Q5 de Volkswagen AG y el Mustang Mach-E de Ford Motor Co (F).
No obstante, incluso después de construir marcas internacionales en cerveza, cemento, agua mineral y otros ámbitos del mercado, México no tiene ninguna empresa nacional de automóviles de renombre.
Esta anomalía industrial tiene raíces históricas: las compañías internacionales han desarrollado el negocio del automóvil en este país como una inmensa plataforma de ensamblaje; todo nuevo actor se encuentra con considerables obstáculos a la entrada, como costes por vehículo más altos, escasez de capacidad de ampliación y límites comerciales, de diseño y de tecnología.
En sus primeras horas como nueva presidenta de México, Sheinbaum anunció que su gobierno desarrollará un VE diseñado y ensamblado en el país.
Olinia, vocablo que significa “mover” en lengua indígena náhuatl, tratará de estructurar cadenas de suministro locales y generar empleo en el país, así como reducir las importaciones. «Queremos un VE compacto, pequeño, parecido a algunos que se desarrollaron, por ejemplo, en China o India, pero con nuestro propio desarrollo», dijo la presidenta.
No se trata de una idea disparatada, aunque entraña ciertos riesgos, en particular para un sector público con problemas de liquidez y que tiene que hacer frente a múltiples exigencias.
Comencemos por los beneficios: México cuenta con ingenieros y universidades de primer nivel; desarrollar un vehículo eléctrico reforzaría su ecosistema científico. El país ya cuenta con los conocimientos industriales y el acceso a los proveedores norteamericanos a través del acuerdo comercial T-MEC.
Al mismo tiempo, la industria automovilística atraviesa una crisis global que la hace propicia a la disrupción y a las oportunidades de nicho.
Hay una apertura para un vehículo asequible que traslade pasajeros en distancias cortas dentro de las grandes ciudades, reduciendo la contaminación y evitando la fuga de cerebros científicos, sostiene Jorge de Jesús Lozoya-Santos, profesor investigador de la Escuela de Ingeniería y Ciencias del Tecnológico de Monterrey.
“Esto sería muy bueno para consolidar a México como un polo de innovación”, me dijo. “Hay una oportunidad de lograr soberanía tecnológica y económica al tiempo que se ayuda a los mexicanos a moverse mejor”.
Puede sonar un poco grandilocuente, pero me gustan los gobiernos que se fijan metas ambiciosas: ¿Por qué no puede convertirse el Olinia en la versión eléctrica del siglo XXI del viejo Escarabajo (Beetle) de Volkswagen, el icónico utilitario que rugió por las calles de México durante décadas en beneficio de trabajadores y familias?
Sin embargo, los problemas surgen cuando se analiza esta propuesta en el contexto más amplio de las opciones políticas de México: el popular VE es solo uno de los muchos proyectos impulsados por el Estado que Sheinbaum se ha comprometido a llevar a cabo como la construcción de 3.000 kilómetros de vías férreas para trenes de pasajeros, la creación de 100 parques industriales, un millón de nuevas viviendas y la ampliación de una línea aérea nacional subvencionada que pretende competir con las empresas privadas, entre otros.
Lo que emerge es el retrato de un gobierno con una profunda desconfianza en la iniciativa privada y aspiraciones a intervenir en la mayoría de las industrias y mercados, desde el desarrollo de yacimientos de litio hasta el control de la industria energética.
En ese sentido, Sheinbaumm científica con un currículum impresionante que incluye un doctorado en ingeniería energética, parece más inspirada en la economista Mariana Mazzucato, que defiende que el sector público tiene un papel protagonista en el fomento de la innovación, que en su predecesor Andrés Manuel López Obrador, cuyas tendencias estatistas eran fruto de obsesiones nacionalistas e ideológicas más que de un plan intervencionista coherente.
La política industrial vuelve a estar de moda.
Si se ejecuta estratégicamente, puede tener beneficios. Pero el riesgo es que al tratar de hacer todo al mismo tiempo, el gobierno desvíe tiempo, atención y recursos de lo que deberían ser las prioridades de México: las muy necesarias mejoras en educación, salud y empleo, una estrategia para enfrentar la crisis de inseguridad, actualizaciones al Estado de derecho y la promoción de la competencia.
Sheinbaum también destinará nuevos miles de millones a apoyar a la envejecida petrolera Pemex, al tiempo que propone nuevas ayudas para estudiantes, ancianas y agricultores e impulsa la presencia de la banca pública. Pero México ya registra su mayor déficit fiscal desde los años ochenta y la presidenta se ha comprometido a no aumentar los impuestos.
La política industrial puede reportar beneficios intangibles, pero sus costos financieros son muy reales. Y eso antes de analizar la viabilidad de estos proyectos: por cada éxito de Embraer SA, el fascinante fabricante brasileño de aviones, hay docenas de intentos fallidos de innovación (solo basta con ver el desastre que es el programa Artemis de la NASA).
México ya ha tenido su buena ración de proyectos sobrepresupuestados y mal concebidos con el tren Maya y la refinería de Dos Bocas, de López Obrador, que costaron más de US$40.000 millones en conjunto.
Sería más inteligente para México apoyar los esfuerzos existentes de algunas empresas privadas de movilidad y centrarse en garantizar la infraestructura necesaria para que este mercado florezca, incluido el suministro eléctrico y el litio para las baterías, en lugar de poner en marcha una nueva iniciativa pública.
Eso puede hacerse promoviendo un ecosistema de innovadores, científicos, universidades y financieros privados (el multimillonario Carlos Slim apostó por el fabricante chino de vehículos eléctricos JAC Motors hace unos años) que trabajen con quienes ya han captado parte del know-how (saber hacer) industrial.
Tomemos el caso de Zacua, una startup de automóviles fundada en 2017 por Nazareth Black, un tenaz emprendedor de Monterrey que produjo un pequeño prototipo eléctrico: el MX3 que recientemente conduje por las calles de la Ciudad de México.
“México podría convertirse en catalizador de la industria de electromovilidad en América Latina”, me dijo Black.
Seguirá costando importantes recursos al sector público sacar adelante proyectos como este porque, como también me dijo Black, no es posible competir con las marcas de China sin apoyo gubernamental.
Una cosa es producir un prototipo y otra fabricar a gran escala. Un BYD Dolphin Mini cuesta a partir de 358.800 pesos (US$18.000) en México. Cualquier producto mexicano de nicho debería costar menos que eso.
Por eso es crucial ejecutar esta idea de la manera correcta: satisfaciendo una demanda real, que es mejorar la movilidad de los mexicanos de clase trabajadora. Un proyecto de vanidad de un burócrata centralizado no llegará muy lejos.
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