Un nuevo orden mundial ya está aquí y se asemeja mucho al mercantilismo

La caótica política económica de los últimos 16 años enmascaró el desarrollo constante de un nuevo orden económico

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Bloomberg — “La crisis financiera no fue un fracaso del modelo de libre mercado”, proclamó George W. Bush para noviembre de 2008. “La respuesta no consiste en tratar de reinventar ese sistema. Es resolver los problemas a los que afrontamos, realizar las reformas que precisamos y continuar con aquellos principios de libre mercado que han aportado prosperidad y esperanza a los pueblos de todo el planeta.”

A este respecto ha quedado demostrado que se equivocaba.

Son muy pocos los políticos del mundo occidental que manifestarían hoy estos pensamientos, y mucho menos las aseveraciones de Bush en el sentido de que el capitalismo era “con mucho la manera más eficaz y justa de estructurar una economía”, un “motor de la movilidad social” y “la vía hacia el sueño americano”.

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Este año, las elecciones en Estados Unidos han representado el repudio más rotundo a esas ideas. En particular, el propio partido de Bush ha rechazado categóricamente la mayor parte de ellas.

Si bien los antiguos modelos caen de forma rápida y repentina, aquellos que los sustituyen tardan más en formarse. A medida que toma forma un nuevo modelo económico, las fuerzas de los mercados y la macroeconomía son los motores, en tanto que la política y lo electoral, pese a las apariencias, suelen simplemente ratificar las decisiones y los cambios que ya se han tomado.

En 2008, cuando el sistema financiero global se desmoronó súbitamente, se percibió que había arrasado con toda una forma de organización mundial. Si el capitalismo iba a sobrevivir, habría que darle un giro. Y así está ocurriendo. Y no obstante, 16 años y cinco elecciones presidenciales después de la quiebra de Lehman Brothers, esa alternativa continúa emergiendo.

Los dos momentos clave de crisis económica en el siglo XX fueron el Great Crash (Gran caída) de 1929 y el fin del patrón oro por parte de Richard Nixon en 1971. Fueron necesarios años de agitación para que surgieran de estas crisis primero la versión keynesiana del capitalismo del New Deal (Nuevo trato) y después los mercados libres globalizados inspirados en Milton Friedman de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

Sin embargo, desde la perspectiva de la historia, los bloques de construcción de un nuevo orden se fueron colocando en su sitio a lo largo del caos de los años treinta y setenta. Es probable que la historia perciba el mismo proceso en marcha en la reacción aún más prolongada a la crisis financiera mundial de 2008.

El Great Crash y el keynesianismo

La versión del capitalismo que alimentó la Edad Dorada y los locos años 20 pereció repentinamente en octubre de 1929. Fue sustituida por un modelo que sería etiquetado como keynesianismo, aunque a John Maynard Keynes, que murió en 1946, no le hubieran gustado las políticas promulgadas en su nombre. Este proceso llevó su tiempo.

Al principio, la administración de Herbert Hoover confiaba en la destrucción creativa capitalista. Dejaron que los bancos quebraran, esperando que el sistema se limpiara, mientras Estados Unidos daba un giro desastroso hacia el proteccionismo con los aranceles Smoot-Hawley. Franklin D. Roosevelt (FDR) llegó en 1933 decidido a equilibrar el presupuesto.

El New Deal fue la respuesta de FDR a unas circunstancias desesperadas; no había recibido ningún mandato de los votantes. Pronto comprendió que los déficits eran inevitables. “Equilibrar nuestro presupuesto en 1933 o 1934 o 1935 habría sido un crimen contra el pueblo estadounidense”, dijo cuando se enfrentaba a la reelección. “Cuando los estadounidenses sufrieron, nos negamos a pasar al otro lado. La humanidad era lo primero”. Explicó las reformas clave del New Deal:

Había que romper el círculo vicioso de nuestra decreciente renta nacional. Los banqueros y los industriales de la Nación gritaron en voz alta que la empresa privada era impotente para romperlo. Se dirigieron, como tenían derecho a hacerlo, al Gobierno. Aceptamos la responsabilidad final del Gobierno, después de que todo lo demás hubiera fracasado, de gastar dinero cuando a nadie más le quedaba dinero para gastar.

El sistema financiero se puso en orden y se reguló estrictamente, sobre todo mediante la famosa Ley Glass-Steagall que prohibía a los bancos comerciales incursionar en la banca de inversión. El gasto masivo para derrotar a Hitler condujo a un modelo de tipos de cambio fijos bajo el acuerdo de Bretton Woods en tiempos de guerra, basado en un dólar vinculado al oro, y engendró el Plan Marshall, la GI Bill (Ley de reajustes militares), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM).

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Los gobiernos bendijeron el corporativismo: Los sindicatos eran poderosos, las empresas eran generosas con sus empleados y el gasto para luchar contra la Guerra Fría mantuvo en marcha todo el sistema. El sistema bancario estadounidense, propenso a las quiebras, sobrevivió durante varias décadas en un periodo tranquilo sin ninguna crisis importante.

En 1944, FDR había cerrado el círculo: “la verdadera libertad individual no puede existir sin seguridad e independencia económicas. Los hombres necesitados no son hombres libres”, dijo. El hambre y el desempleo son la materia de la que están hechas las dictaduras. Durante décadas después de la guerra, el mundo occidental procedió sobre esta base; las fuerzas del mercado eran útiles, pero podían contenerse y tenían una importancia secundaria.

Adiós a Bretton Woods, hola a Milton Friedman

Ese consenso terminó en 1971 cuando Richard Nixon abandonó repentinamente el patrón oro de Bretton Woods, que se estaba doblando bajo el gasto necesario para financiar generosos programas sociales y la guerra de Vietnam.

Esto permitió a Nixon gastar dinero en su exitosa carrera hacia la reelección. También hizo subir el precio del oro, lo que provocó el embargo petrolero árabe de 1973, ya que los productores forzaron la subida del precio del petróleo, en dólares, para recuperar el valor en oro que había tenido en 1971. El oro había dado paso a un patrón petrolero.

Siguieron unos miserables años setenta de estanflación, pero las piezas de un nuevo orden fueron encajando poco a poco. En 1976, el gobierno laborista británico de altos impuestos (“uno para ti, diecinueve para mí”, como se quejaban los Beatles) pidió un préstamo al FMI. Las condiciones incluían la austeridad. Tres años antes de ser derrotado por Margaret Thatcher, el Primer Ministro laborista James Callaghan admitió que el juego keynesiano se había acabado.

Solíamos pensar que se podía salir de una recesión y aumentar el empleo recortando los impuestos e impulsando el gasto público. Les digo con toda franqueza que esa opción ya no existe y que en la medida en que alguna vez existió sólo funcionó en cada ocasión desde la guerra inyectando una mayor dosis de inflación en cada ocasión seguida de un mayor nivel de desempleo como siguiente paso.

La muerte del keynesianismo fue proclamada por un socialista declarado, no por el profeta del libre mercado que le siguió.

En Estados Unidos, Jimmy Carter nombró a Paul Volcker nuevo presidente de la Reserva Federal.

Volcker se embarcó en subidas de tasas que forzaron al mundo a una nueva recesión y dieron por fin a la Reserva Federal la credibilidad suficiente para actuar como alternativa al patrón oro. Eso crearía la estabilidad que se le había negado al mundo durante la década en la que las finanzas estuvieron efectivamente ligadas al volátil precio del petróleo.

Así pues, las decisiones clave ya se habían tomado antes de que las elecciones históricas de Margaret Thatcher en 1979 y de Ronald Reagan en 1980 las validaran. El modelo Thatcher-Reagan completo implicaba la desregulación financiera, así como una globalización que se vio favorecida por la caída del bloque comunista y la conversión de Deng Xiaoping a una versión china del capitalismo. Había problemas bajo la superficie, por supuesto, pero el modelo se mantuvo prácticamente incontestado hasta 2008.

La crisis financiera mundial y... ¿Trump?

El colapso del mundo Thatcher-Reagan en 2008 fue absoluto, pero la respuesta tardó en tomar forma. Rahm Emanuel, el primer jefe de gabinete de Barack Obama, dijo que “nunca quieres que una crisis grave se desperdicie”. Pero eso es exactamente lo que el equipo de Obama permitió que ocurriera.

El nuevo gobierno optó por no nacionalizar los bancos en favor de una re-regulación tímida y sujeta a normas en la extensa Ley Dodd-Frank.

También optaron por no procesar a los financieros que pudieran haber sido considerados responsables (una gran diferencia con respecto a la década de 1930). Estas decisiones contribuyeron a aumentar la desconfianza pública, fomentando la impresión de que eran los banqueros y no sus clientes los que habían sido rescatados, allanando el camino a Donald Trump.

Bajo la presión de la revuelta del Tea Party, se abandonaron las ideas de un gran gasto fiscal al estilo del New Deal, pero al imprimir dinero, la Reserva Federal convirtió lo que podría haber sido una conflagración chirriante en un choque de trenes de combustión lenta. Se evitó una segunda Gran Depresión, pero el crecimiento siguió siendo dolorosamente lento, y las bajas tasas de interés recompensaron a quienes ya tenían activos, intensificando la desigualdad.

El equipo de Obama sí amplió la red de seguridad social con su enorme reforma del seguro médico, y derrotó fácilmente a Mitt Romney en 2012 pintándolo como el representante del capitalismo Thatcher-Reagan.

La elección de Trump en 2016 dejó el Obamacare (nombre dado a la reforma) en su sitio, en gran parte porque a los republicanos les resultó políticamente imposible cambiarlo por algo mejo, y permitió alegremente que el déficit se disparara mediante un recorte de impuestos sin financiación (los reparos del Tea Party podrían olvidarse ahora) e hizo un gran giro hacia el proteccionismo.

Durante Covid-19, Trump gastó dinero a una escala nunca vista en generaciones, al igual que muchos otros gobiernos de todo el mundo.

Joe Biden intensificó entonces los aranceles de Trump, haciendo caer las importaciones chinas mientras se embarcaba en la política industrial más audaz desde el New Deal, invirtiendo en infraestructuras y tecnologías verdes para crear empleo. Esta piedra angular de la Bidenomics era potencialmente transformadora, y apenas se mencionó en la campaña de 2024.

Estados Unidos no es el único que ha dado un paso atrás en la globalización y ha concedido un mayor papel al Estado.

Xi Jinping reafirmó el poder del Estado chino sobre el sector privado, mientras que las naciones europeas ensayaron la austeridad y fomentaron una reacción populista. Gobiernos mucho más populistas e intervencionistas de distinto signo político ganaron el poder en India, Turquía y Brasil. Y ahora Trump regresa con un mandato para continuar e intensificar el nacionalismo económico.

Ignoremos las vacilaciones de los años de Obama, la farsa de cabeza del Tea Party y el hecho de que los bancos centrales lo ralentizaron todo durante años imprimiendo dinero, y nos encontramos con un alejamiento constante e inexorable del capitalismo friedmaniano, e incluso de Keynes, hacia un nuevo modelo con un mayor Estado del bienestar, bloques comerciales protegidos por aranceles y un gobierno con derecho a imponer sus prioridades a las empresas.

El proteccionismo ha regresado, pero el sector financiero no será encadenado. El regreso de Trump ratifica en gran medida un nuevo orden que ya está en marcha.

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El mercantilismo del siglo XXI

Keynes comentó una vez que “los hombres prácticos que se creen bastante exentos de influencias intelectuales suelen ser esclavos de algún economista difunto”. Si hay un economista difunto que deba llevarse el mérito por el modelo que ahora emerge, la mejor opción podría ser Jean-Baptiste Colbert, que dirigió la tesorería de Luis XIV en el siglo XVII y cuyo nombre es ahora sinónimo de la doctrina del mercantilismo, una filosofía de nacionalismo económico, con intervención del Estado si es necesario para promover sus intereses a expensas de otros.

Podemos ver el mercantilismo con suficiente claridad a nivel “macro”, a través del aumento de los aranceles y en los movimientos de China para crear un bloque de países que dependan de sus inversiones.

En Estados Unidos, la victoria del concepto a nivel micro es aún más reveladora. Después de 2008, las empresas intentaron reformar y mejorar el capitalismo, en la línea que había sugerido George W. Bush, creando grupos con nombres como el Consejo para el Capitalismo Inclusivo y Enfocar el Capital a Largo Plazo, para “apoyar una economía sostenible y próspera”.

La inversión ESG (por sus siglas en inglés, Medioambiental, Social and Gobernanza), en la que los grandes gestores de dinero ajustaron sus criterios para enviar parte de su capital a las empresas que más lo merecían, se convirtió en un enorme esfuerzo de marketing de Wall Street.

Lo más famoso fue que Klaus Schwab, del Foro Económico Mundial, propuso un “Great Reset” (gran reinicio) del capitalismo a raíz de la pandemia.

La idea era que los propietarios de las empresas debían actuar en interés de todas las partes interesadas, incluidos, por ejemplo, los empleados o quienes pudieran sufrir la contaminación y no sólo intentar maximizar el valor para los accionistas, lo que, según se sostenía, había conducido al cortoplacismo y a un énfasis en la ingeniería financiera. Esto no salió bien.

La gente no confía en que las instituciones que metieron al mundo en este lío nos saquen de él, y el Great Reset de Schwab se convirtió en objeto de una popular teoría de la conspiración.

El planteamiento de Schwab sigue vigente en Europa, pero en EE.UU. las siglas “ESG” se han demonizado hasta el punto de que Larry Fink, que dirige la mayor gestora de fondos del mundo, BlackRock Inc., dijo que el término se había convertido en un arma y que era demasiado tóxico para su uso.

Los Estados dirigidos por republicanos boicotean ahora a cualquier grupo financiero que ofrezca siquiera ESG como opción, aunque esto cueste dinero a sus contribuyentes.

La filosofía que subyace a las demandas contra la ESG ha cambiado profundamente. Una primera oleada de oposición legal se basaba en la visión ortodoxa de Milton Friedman de que los gestores de inversiones tenían el deber fiduciario de maximizar el rendimiento para sus clientes a través del valor para los accionistas y nada más.

Pero el espíritu animador de los últimos boicots ESG es que los gobiernos y las empresas tienen derecho a emplear su dinero para promover sus propios intereses frente a los de todos los demás, en lugar de maximizar los rendimientos.

En una carta de John Schroder a Fink, el tesorero del estado de Luisiana explicaba por qué el estado se retiraba totalmente de su empresa, a pesar de que BlackRock es un gran inversor en combustibles fósiles:

Esta desinversión es necesaria para proteger a Luisiana de acciones y políticas que buscarían activamente poner trabas a nuestro sector de combustibles fósiles. En mi opinión, su apoyo a la inversión ESG es incoherente con los mejores intereses y valores económicos de Luisiana.

No puedo apoyar a una institución que negaría a nuestro estado el beneficio de uno de sus activos más sólidos. En pocas palabras, no podemos ser partícipes de la paralización de nuestra propia economía.

Esto es exactamente lo contrario del enfoque friedmaniano, que lleva al mayor fondo soberano del mundo, el Norges fund noruego, a no invertir en Noruega ni en combustibles fósiles, con la lógica de que esto no haría sino duplicar la exposición del país al petróleo.

Pero el nuevo enfoque mercantilista es que los propietarios no tienen derecho a impulsar los cambios corporativos. La carta de Schroder continúa:

Usted pide una "transformación" de toda nuestra economía que no se hará a través de un proceso democrático. En su lugar, usted habla de que "[l]os comportamientos van a tener que cambiar y esto es algo que pedimos a las empresas. Hay que forzar los comportamientos. Y en BlackRock, estamos forzando comportamientos". Demasiado para la democracia.

El propio Keynes era un brillante inversor en valor, que creía absolutamente que los accionistas debían hacer valer su peso ante los directivos. Y el poder de los accionistas sobre las empresas que poseen era fundamental para las ideas más liberales de Friedman.

La idea de que los gobiernos pueden ejercer tal influencia sobre el sector privado, así como sobre el comercio internacional, ha estado ausente de Occidente,si no de China, durante más de un siglo. Ahora, se ha impuesto la noción de que el sistema de libre mercado realmente fracasó en la Crisis Financiera Mundial, y los esfuerzos por remendarlo desde dentro no han funcionado.

La historia es ambigua sobre si funcionará esta vez.

El Reino Unido, los Países Bajos y Francia construyeron grandes imperios y crearon una gran riqueza utilizando el modelo mercantil. Pero todos lo abandonaron, en medio de la revolución, en el caso de Francia. Resultó que el comercio y la economía no son juegos de suma cero, y la Gran Bretaña industrial consiguió crecer más siguiendo los principios del libre comercio.

Parece que el mundo va a tener que aprender esa lección de nuevo, y esta vez lo hará en un entorno en el que colonizar grandes extensiones del mundo para acceder al comercio y a los recursos ya no es una opción.

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