Bloomberg — En caso de que Andrés Manuel López Obrador se tome en serio lo de retirarse, no lo demuestra.
A tan solo 13 días de abandonar la presidencia de México, López Obrador está actuando como si fuese a gobernar durante años.
Su partido logró aprobar la pasada semana la tan cuestionada reforma judicial que AMLO, como se conoce al presidente, demandaba, sin importarle su impacto negativo en el marco democrático mexicano y en las posibilidades de inversión.
Además, gracias a la supermayoría de su partido, este mes el Congreso acelerará la aprobación de otras propuestas constitucionales.
Por su extraordinaria influencia sobre la nueva administración de Claudia Sheinbaum, aproximadamente la mitad de su gabinete está integrado por su propio equipo, entre ellos los influyentes secretarios de Gobernación, Hacienda, Economía y Relaciones Exteriores.
Sheinbaum al menos consiguió nombrar a fieles a la petrolera estatal Pemex y al cargo de secretario de Seguridad.
AMLO también reveló a que su segundo hijo es la nueva figura máxima dentro del partido gobernante Morena, el grupo que fundó hace más de diez años y que actualmente domina la política mexicana.
«Él quiere ayudar a la consolidación de Morena», dijo casualmente el presidente sobre su vástago de 38 años, desmintiendo que pretenda influir en el rumbo del colectivo.
Se le podrá creer o no, no obstante, al dejar a una persona llamada Andrés Manuel López Beltrán dirigiendo el partido, el mandamás le recordó a todo el mundo que quizá esté lejos, pero no se ha ido.
La estrategia, por diseño, le ha quitado mucho aire a la presidenta electa Sheinbaum, quien asumirá el poder el 1 de octubre.
Por un lado, Sheinbaum hereda una fabulosa maquinaria electoral, posiblemente uno de los movimientos políticos más poderosos del mundo, con suficiente autoridad legislativa para cambiar por sí sola el nombre oficial de México si así lo decidiera.
La incendiaria reforma del poder judicial implica que los tribunales no serán una fuerza de contrapeso, como lo fueron con AMLO (cuya reforma judicial también neutralizó hábilmente cualquier riesgo de futuro procesamiento legal en su contra). Sería suicida para la presidenta entrante ignorar esta fuerza y la oportunidad que ofrece para avanzar su agenda.
Pero al mismo tiempo, la presencia de AMLO en la vida pública de México, casi como un culto, y su clara renuencia a abandonar el centro del escenario dejan a Sheinbaum sin mucho margen de maniobra; él ha marcado el rumbo de su gobierno, cualquier desviación, incluso si es muy necesaria, será vista como una ruptura potencial con el gran líder.
Esa dependencia se ve agravada por la inquebrantable, a veces ridícula, reverencia de Sheinbaum hacia su mentor: mantendrá viva su práctica de conferencias de prensa diarias a las 7 a.m.; viajará por México en vuelos comerciales y sólo irá al extranjero por razones “importantes”, replicando al insular AMLO. Y se mudará al Palacio Nacional, como lo hizo él, pero sólo en diciembre, después de darle “espacio” a AMLO para que lo desocupe.
El resultado es una trampa de la que el presidente electo necesita escapar: en política, esta relación de superior-subordinado entre un líder reverenciado saliente y un sustituto entrante sin carisma es una receta para el desastre, como hemos visto una y otra vez en América Latina.
La presidencia de México es demasiado poderosa y dominante para ser ocupada por acólitos que no pueden elegir su propio destino.
Independientemente de la feroz lealtad de Sheinbaum y su sentido de propósito histórico, tarde o temprano es probable que este arreglo político poco ortodoxo termine en lágrimas. Esto es especialmente así porque, desde la economía hasta la estrategia de seguridad, la próxima administración enfrenta desafíos que requieren un nuevo enfoque.
El creciente déficit fiscal del país y el debilitamiento del crecimiento hacen poco probable que los generosos programas sociales puedan seguir expandiéndose al ritmo establecido por AMLO sin amenazar el grado de inversión crediticia del país; la situación de seguridad ha seguido empeorando, con múltiples puntos críticos en todo el país, incluidos enfrentamientos de narcos en Sinaloa y desplazamientos en Chiapas; la tensión con Estados Unidos está aumentando, amenazando con interrumpir la revisión de 2026 del tratado de libre comercio de América del Norte, particularmente si Donald Trump es elegido en noviembre.
Todos estos desafíos exigen que Sheinbaum establezca un rumbo claro para su presidencia que puede desviarse de las directrices de AMLO. Cuanto antes comience la nueva administración a dar señales de sus propios planes, más rápido recuperará Sheinbaum la iniciativa perdida durante esta larga transición desde las elecciones de junio.
Una ruptura total sería inviable dada la innegable popularidad y poder político de AMLO (además, está dejando otra mina terrestre en la forma del posible referendo revocatorio a mitad de su mandato).
Pero para tener éxito, Sheinbaum necesita demostrar suficiente independencia y capacidad de liderazgo y no ser una versión clonada de su jefe político. De lo contrario, sus seis años en el poder parecerán una eternidad para los mexicanos.
La presidenta electa tiene varios elementos a su favor: es una líder inteligente, dura y trabajadora que se rodeó de un equipo experimentado. Una presidencia más práctica y enfocada en resolver los muchos problemas cotidianos que enfrentan los mexicanos será bienvenida después de seis años de tensiones constantes bajo el abrasivo e ideológico AMLO.
Lo cierto es que Sheinbaum no necesita recibir órdenes, explícitas o implícitas, de nadie; un récord de 36 millones de mexicanos la eligieron para decidir el rumbo del país: sólo hay que dejarla hacer su trabajo y juzgarla por los resultados.
¿Ella adoptaría esa táctica? Una buena parte de la élite empresarial de México está convencida de que lo hará. Creen que, cuando AMLO se haya ido a su rancho de Chiapas, en octubre surgirá un gobierno más realista y centrista, una transición que, irónicamente, cimentará el lugar de AMLO en los libros de historia como un héroe nacionalista e izquierdista.
Pero no estoy convencido.
Quizá se requiera una opción más drástica: hace casi 50 años, México vivió otra transición difícil entre un presidente que en realidad no quería irse, Luis Echeverría, y un sucesor elegido a dedo que mostró total deferencia durante la transición, José López Portillo.
El tenso traspaso de mando, como recordó el historiador Enrique Krauze el año pasado, se resolvió cuando López Portillo envió a Echeverría como embajador mexicano en Australia, Nueva Zelanda y Fiji (con una escala previa en París como representante ante la Unesco).
AMLO, famoso por su actitud de quedarse en casa, podría aprovechar la jubilación para tener más horizontes que no impliquen socavar el gobierno de Sheinbaum. Una buena embajada en algún lugar, tal vez en Yakarta, donde me han dicho que el clima es muy parecido al de Chiapas.
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