La revolución de AMLO en México no tiene vuelta atrás

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“La autoridad moral, la autoridad política, está por encima de la ley”, afirmaba hace algunos meses el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, justificando su decisión de “doxear” (revelar inforación personal de alguien sin su consentimiento) a una periodista que escribió algo que no le gustó.

La frase ilustra la forma en que el líder conocido como AMLO concibe el poder: el presidente ha desarrollado la estructura política más influyente desde los tiempos en que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) monopolizaba la política mexicana durante el siglo pasado. A su juicio, nada, ni tan siquiera la ley, debe estar en condiciones de desafiarlo.

En apenas diez años, el partido Morena de AMLO pasó de ser un novel movimiento de izquierdas a detentar la mayor parte de las dos cámaras del Congreso junto a sus aliados y gobernar la mayoría de los estados mexicanos.

En la actualidad, se halla en una posición inmejorable para imponerse en las elecciones generales del 2 de junio y mantener la presidencia durante otro sexenio. Tanto para bien como para mal, ese será el mayor legado de AMLO tras esta trascendental votación.

Si bien aún pueden suceder numerosas cosas este domingo, AMLO ya ha triunfado en muchos sentidos: las ideas políticas de este líder de 70 años y su movimiento continuarán muy vivas en México, seguramente durante décadas, si, como se prevé, su protegida Claudia Sheinbaum se convierte en la próxima presidenta.

Partiendo de la intervención del Estado en la economía hasta el sometimiento de las decisiones económicas y empresariales al dictamen político, AMLO ha revertido de forma parcial la restauración tecnocrática que México había experimentado desde los años ochenta. Y aunque la candidata de la oposición, Xóchitl Gálvez, dé la campanada, le resultará complicado dar marcha atrás.

Y la más emblemática de las estrategias victoriosas de AMLO ha consistido en dar mayor visibilidad a los mexicanos en situación de pobreza a través de la ampliación de los programas sociales, las transferencias de efectivo y las considerables subidas de los salarios mínimos (110% en términos reales en lo que va de su presidencia).

Las promesas de campaña de la oposición de mejorar, en vez de eliminar, estos programas sociales son testimonio de su popularidad y valor político.

Ese es sólo un ejemplo de la extrema astucia de AMLO para conectarse con los mexicanos comunes y corrientes: donde los analistas y tecnócratas ven obsesiones irracionales, él ve una oportunidad para atraer a los votantes y consolidar el poder.

Tomemos como ejemplo la creciente y preocupante, militarización de México bajo su gobierno: es sin duda una amenaza a la democracia, la libertad y la transparencia que los militares hayan concentrado tanto poder y estén involucrados en operaciones clave que deberían ser dirigidas por civiles.

Pero se estima que el 58% de los mexicanos confía en las fuerzas armadas, el tercer margen más grande entre las naciones latinoamericanas, lo que le da a AMLO el apoyo político para implementar esta controvertida política.

Esta capacidad de conexión le ha permitido a AMLO ocultar algunas de sus evidentes deficiencias.

Bien puede explicar por qué los múltiples escándalos que surgieron durante su mandato (incluidas las acusaciones de corrupción que involucraban a su familia) o un crecimiento promedio del PIB de sólo el 1% anual no afectaron significativamente su popularidad, que aún ronda el 60% después de casi seis años en el poder.

Su sarcasmo con los pies en la tierra y su incesante propaganda (ha asistido a más de 1.500 conferencias de prensa diarias a las 7 de la mañana) le han ayudado a captar la atención del público.

En otra ruptura con los pomposos presidentes del pasado de México, ha asignado más valor a recorrer pequeños municipios en el México rural que a asistir a cumbres del Grupo de los 20 con los “Amos del Universo”.

Se ha beneficiado políticamente al hacer de sus luchas aparentes y reales con los ricos y poderosos el núcleo de su liderazgo. Una mejora en los indicadores de pobreza y, lo más significativo, un desempleo récord completan un panorama favorable para su base de clase trabajadora.

Incluso los inversores internacionales han caído en su extraña combinación de populismo social con austeridad fiscal, lo que ha resultado en un sexenio de estabilidad financiera: el peso mexicano se apreció alrededor de un 20% en comparación con el dólar estadounidense durante su presidencia, lo que convirtió a AMLO en el primer líder mexicano en más de 100 años en dejar el poder con una moneda más fuerte. (Aunque la mayor parte de esta fortaleza monetaria se deriva de fuertes flujos de remesas y altas tasas de interés reales locales, sigue siendo todo un logro).

No me malinterpreten, nada de esto significa pasar por alto el fracaso de muchos aspectos de la presidencia de AMLO y la pesada carga que está pasando a su sucesor: los mexicanos no están más seguros que hace seis años; el país todavía enfrenta los mismos problemas históricos de corrupción, mala provisión de servicios públicos y escaso estado de derecho.

Esto es evidente en la brecha entre el índice de aprobación personal de AMLO y el rechazo que recibe cuando los encuestadores preguntan sobre políticas específicas.

El enorme déficit fiscal planeado para este año (el más alto desde la década de los ochenta), combinado con la desagradable situación financiera de la petrolera nacional Pemex, se suman a la larga lista de incendios que el próximo presidente deberá apagar, además de otros problemas no menos complejos como el el auge del narcotráfico, los flujos migratorios incontrolados y la grave escasez de energía, agua e infraestructura que amenazan el futuro del país como centro de inversión.

A pesar de las obvias tendencias autoritarias de AMLO, no estoy de acuerdo con las opiniones extremistas que dicen que la democracia de México está a punto de terminar, en parte porque el grave déficit democrático del país no es nuevo.

Sin embargo, como dice el comentarista político Javier Tello, AMLO actúa como esas estrellas del deporte que llevan los límites al máximo, explotando cada regla e intimidando a rivales y árbitros para aprovechar todas las ventajas posibles a su favor.

“Es un maximalista en un país con una larga tradición de políticos que negocian quid-pro-quos y que tienden a evitar los conflictos”, me dijo Tello. “Esa estrategia le dio buenos resultados”.

Las amenazas de AMLO de eliminar los controles y contrapesos, incluido socavar la autoridad electoral y otros organismos independientes, también le permitieron mantener su retórica de “nosotros contra ellos”, aun cuando cínicamente sabía que era poco probable que tuvieran éxito.

Sin embargo, estas tácticas polarizadoras y abrasivas también han llevado a la reactivación de la oposición, que como resultado probablemente será más competitiva en estas elecciones.

Los rivales de AMLO argumentan, no sin razón, que la continuidad de Morena es parte de un proyecto hegemónico. Ese mensaje resuena en parte del electorado y puede resultar en una debilidad para Sheinbaum entre los votantes urbanos y de clase media.

A medida que se acerca el otoño de AMLO, está claro que tendrá el lugar en los libros de historia que tanto buscó, aunque quizás menos por sus logros que por la forma divisiva en la que los logró.

Quien gane este domingo haría bien en bajar el tono a la retórica del conflicto permanente y empezar a tender puentes entre el gobierno y la oposición. Simplemente queda mucho trabajo por hacer para que México tenga éxito.

Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial o de Bloomberg LP y sus propietarios.

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