Los comicios en México no son para los débiles de corazón: la agresividad, las virulentas incriminaciones y los sucios manejos que cada elección trae consigo siempre me estremecen. Y eso sin contar los elementos criminales (ejecuciones de candidatos, blanqueo de dinero, descaradas violaciones de las normas electorales, entre otros).
No obstante, aún frente a este parámetro, sobresalen las más recientes denuncias sobre los vínculos del presidente Andrés Manuel López Obrador con narcotraficantes. Desde hace varias semanas, el hashtag #NarcoPresidenteAMLO es una constante en las redes sociales y es empleado por los adversarios políticos para atacar a AMLO, como universalmente se conoce al mandatario de México. Se trate de una estrategia campaña o de un verdadero problema de corrupción, las alegaciones y la respuesta agresiva de AMLO a las mismas también han tenido un efecto negativo y perjudicial al desviar la atención de la ausencia de una verdadera estrategia mexicana para combatir la violencia y la corrupción que los cárteles están alimentando en todo México.
Los antecedentes del presente escándalo son una investigación difundida por ProPublica del 30 de enero, que denunciaba que los agentes antidroga de EE.UU. poseían pruebas de que unos narcotraficantes habían entregado en 2006 unos US$2 millones a colaboradores de la primera campaña por la presidencia de AMLO para conseguir un trato más benévolo con los cárteles si este ganaba los comicios (otros dos medios informativos internacionales, InSight Crime y Deutsche Welle, divulgaron informaciones semejantes simultáneamente).
Transcurridas tres semanas desde que se hicieran públicos, los informes siguen impulsando la cobertura de la campaña de cara a la jornada electoral del 2 de junio. Aunque AMLO nunca ha rehuido de las polémicas, ha manifestado su enérgico rechazo a dichas acusaciones: “Jamás imaginé que me etiquetaran de dictador y narcotraficante... es una ambición de poder y de dinero muy enfermiza”, declaró el 20 de febrero. Repitió sus tácticas de mano dura durante su rueda de prensa matutina de este jueves, al referirse a un artículo del New York Times que informaba sobre otra investigación de Estados Unidos, en esta ocasión según la cual sus hijos y aliados recibieron contribuciones del narcotráfico durante su campaña del 2018 la cual lo llevó al gobierno. El mandatario, quien hizo un doxxing (revelar información identificadora de una persona, como su nombre real, dirección particular, lugar de trabajo, teléfono, datos financieros y otra información personal) a la jefa de la oficina del Times en México, señaló que las acusaciones son “totalmente falsas.”
Dados los caprichos de la política mexicana y la mentalidad de AMLO, no puedo decir si estas historias son un dolor de cabeza, ya que ponen al presidente a la defensiva justo cuando su protegida, Claudia Sheinbaum, parece ir por buen camino hacia la presidencia, o una bendición. Después de todo, contraatacar duramente a la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés), que no tiene la mejor reputación al sur de la frontera, y al “cuco” para todo efecto conocido como el Gobierno de EE.UU. puede resultar electoralmente gratificante. Aunque las acusaciones son graves, las investigaciones no encontraron pruebas de que el presidente estuvo personalmente en conocimiento de estas contribuciones o en contacto con narcotraficantes. En su informe, el Times dijo que EE.UU. nunca abrió una investigación formal sobre López Obrador y que los funcionarios involucrados finalmente cerraron la investigación.
Pero todo este ruido oculta un problema más grave: ¿cómo va a controlar México su aparentemente irreparable problema del narcotráfico? Paradójicamente, por muy recurrentes que sean las apariciones de los carteles en los titulares, en la cultura popular, desde las películas y los programas de televisión hasta la música, y ahora en la campaña presidencial, se escucha poco sobre alguna estrategia gubernamental coordinada para enfrentarlos. o debilitarlos.
En el caso de su presidencia, AMLO parece haber optado por simplemente fingir que no es un problema. Algunos ven en este enfoque una confirmación de sus sospechas de larga data de que el presidente siempre ha sido blando con los narcos. Apuntan a su plataforma electoral de “abrazos, no balazos” para enfrentar la ola criminal, la sonrisa que mostró al conocer en 2020 a la madre del Chapo Guzmán, líder del cartel de Sinaloa, y sus continuas negaciones de que el fentanilo se produce en México.
Mi teoría alternativa aquí es que AMLO no quiere entrar en conflictos que sabe que no puede ganar. Sí, de vez en cuando vemos que algunos capos son extraditados a EE.UU. para mantener contentos a los estadounidenses. Pero nunca iba a atacar de frente a los carteles con una estrategia represiva como lo hizo Felipe Calderón entre 2006 y 2012. Y, sinceramente, dados los resultados de la estrategia de la guerra contra las drogas durante todos estos años, tiene razón.
También está claro que capturar a líderes narcotraficantes y confinarlos en una prisión de alta seguridad en EE.UU. no reduce el flujo de drogas ilegales; Muchos herederos del crimen estarían encantados de ascender en la escala como “jefe de jefes” porque la recompensa es demasiado grande.
Bajo el Gobierno de AMLO, la estrategia ha sido extender las fuerzas armadas y ponerlas a carga de tareas que los civiles pueden realizar: desde controlar puertos y construir el monstruoso Tren Maya, que atraviesa la península de Yucatán, hasta administrar una aerolínea y, más recientemente, mantener carreteras .
Según el Instituto Mexicano para la Competitividad, un centro de estudios con sede en Ciudad de México, el presupuesto de la Secretaría de Defensa casi se ha duplicado en términos reales bajo la Administración AMLO. En comparación, el gasto en seguridad pública creció menos del 26% entre 2019 y 2024. Esta distracción (y estoy siendo amable aquí) deja a México sin una estrategia articulada contra la impunidad, o peor, porque hay que preguntarse qué hace un ejército con poca supervisión con cada barco y avión que transita por el país.
AMLO tiene razón en que, crear empleos y dar a los mexicanos un camino hacia la prosperidad debería, en teoría, ayudar. Pero eso lleva generaciones y no es una opción para los millones de marginados que ahora viven en las regiones más pobres del país. En cambio, podría haber alentado al sistema de justicia a perseguir las finanzas de estas redes transnacionales que mueven miles de millones de dólares al año. Se trata de negocios de gran escala, eficiencia y logística; han penetrado la economía legal, tienen hoteles, restaurantes, con abogados, banqueros, asesores y muchos más bajo su nómina. Según un estudio del año pasado, los carteles ya son el quinto mayor empleador de México. Sin lugar a dudas, incluso si no se aplica una estrategia de represión cinética, el Gobierno todavía puede hacer mucho para socavar a esta intocable Cosa Nostra moderna.
Pero, en cambio, la cruel realidad actual es que horribles escenas de violencia narco se repiten todos los días, en todo el país; la última de ellas fue el asesinato de al menos 12 personas en un enfrentamiento entre dos bandas rivales en el sur de México, cuyas imágenes se difundieron ampliamente en la televisión nacional.
Esta masacre ocurrió unos días después de que los obispos católicos intentaran sin éxito negociar un acuerdo de paz entre las bandas narco de la región.
Si la provisión de seguridad pública depende de los representantes de Dios en la Tierra, los mexicanos realmente están en problemas.
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