La radicalización colérica de Milei no es lo que Argentina necesita

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Bloomberg Opinión — El inesperado éxito de Javier Milei en las elecciones primarias de Argentina ha llevado a la primera línea de la política del país un pensamiento radicalizado, por no decir extravagante.

La creciente indignación por la economía dio a este insurgente del libre mercado su victoria preliminar, y ahora parece posicionado para obtener buenos resultados en las elecciones presidenciales de octubre. No le falta ambición. Promete transformar el país desmantelando el gobierno, en particular cerrando el banco central y dolarizando la economía.

Un historial económico tan nefasto como el de Argentina invita a cierto radicalismo, pero quizá no del tipo que propone Milei. Ha calificado el cambio climático de “mentira socialista”. Quiere liberar el uso “legítimo y responsable” de las armas de fuego. No contento con recortar drásticamente el gasto público, quiere suprimir programas enteros (incluida la sanidad pública) y cerrar muchos ministerios. Junto con el resto de esta agenda de destrucción del sistema, el cierre del banco central -o, como prefiere decir Milei, su quema- parece casi modesto.

Para una economía crónicamente mal gestionada, resulta que hay argumentos respetables a favor de la dolarización. Podría decirse que ya está ocurriendo de forma espontánea, ya que los argentinos ahorran y realizan todas las transacciones que pueden en dólares. Ir más allá y abandonar formalmente el peso haría imposible que el gobierno financiara el gasto público imprimiendo dinero, como ha optado por hacer con frecuencia. La actual tasa de inflación de más del 100% (y subiendo) es el resultado previsible de un exceso de endeudamiento público combinado con el “dominio fiscal”, como se le llama, sobre el banco central.

En las condiciones adecuadas, los gobiernos que se niegan a sí mismos esta opción pueden alcanzar un grado de contención que de otro modo sería imposible. Y esto no es sólo teoría: De vez en cuando, como en Panamá y El Salvador, la idea ha dado buenos resultados.

El principal inconveniente es que la exclusión de la política monetaria irresponsable excluye también la política deseable, es decir, la utilización de las tasas de interés y/o las fluctuaciones de los tipos de cambio para estabilizar la demanda agregada y amortiguar las perturbaciones económicas. Además, el Estado pierde el señoreaje que genera la creación de efectivo. Se necesitarían impuestos más altos para compensar la diferencia. (Milei califica el señoreaje de robo, pero su plan no lo suprime; en su lugar, EE.UU. recauda lo recaudado).

Desgraciadamente, aunque la dolarización puede a veces fomentar la disciplina, no ofrece ninguna garantía. El gobierno seguiría pudiendo pedir prestado (en dólares) más de lo que puede devolver. Y la factura acabaría por llegar, no en forma de inflación elevada crónica, sino en forma de impago de la deuda y todos los costos que ello conlleva. Mientras tanto, los responsables de formular políticas tendrían que gestionar las complejidades de la transición al nuevo sistema monetario, asegurando al mismo tiempo a los acreedores existentes, incluido el Fondo Monetario Internacional, que el nuevo líder y su equipo saben lo que hacen.

Los gobiernos que pueden gestionar los impuestos y el gasto de forma responsable no necesitan dolarizar sus economías. Los que no pueden seguirán metiendo la pata con o sin banco central propio. La cuestión que hay que plantear a Milei y sus rivales no es si la dolarización tiene sentido para el país, sino si se puede confiar en que aporten un juicio económico sólido a la tarea que tienen entre manos. Si la reacción de los mercados financieros a la victoria de Milei en las primarias sirve de guía, la respuesta para él es un rotundo no.

Editores: Clive Crook, Timothy Lavin