Bloomberg Opinión — México y Estados Unidos dicen que trabajan juntos en contra del crimen organizado. Pero no es así.
El 24 de julio, el Departamento de Seguridad Nacional anunció que funcionarios mexicanos y estadounidenses habían reforzado su compromiso de realizar “esfuerzos conjuntos” para detener el tráfico de fentanilo y sus precursores hacia el norte a través de la frontera entre ambos países, así como el flujo de armamento que se mueve en la otra dirección.
Sin embargo, la cuidadosa redacción del comunicado, con 38 palabras sobre lo que necesitan los estadounidenses en cuanto al fentanilo y otras 38 sobre lo que quieren a cambio los mexicanos en cuanto a armas, subraya el precario equilibrio entre los intereses de ambas naciones.
De hecho, se trata sobre todo de ilusiones. Los funcionarios estadounidenses deben reconocer que su objetivo primordial —detener el flujo transfronterizo de narcóticos ilegales— solo está circunstancialmente relacionado con el objetivo del Gobierno mexicano de frenar la violencia que desestabiliza al Estado mexicano. Esos diferentes objetivos conducen a diferentes prioridades.
No hace mucho, hasta la década de 1980, México era un país en el que los cárteles de la droga y un Estado corrupto podían llegar a acuerdos que eliminaban gran parte del derramamiento de sangre del negocio. Es un escenario que muchos mexicanos, dentro y fuera del Gobierno, recuerdan ahora con nostalgia apenas disimulada.
“Hubo violencia”, señala un análisis de los politólogos Richard Snyder y Angélica Durán Martínez. “Pero fue sobre todo el resultado de las represalias de los traficantes contra su competencia, y nunca alcanzó los niveles vistos en otros mercados de drogas ilícitas, como el colombiano”.
Los acuerdos eran muchos: Los traficantes compraban licencias para operar a políticos y policías locales. A cambio de una parte de las ganancias, la Policía federal y estatal protegía los convoyes de droga de los cárteles favorecidos a la vez que reprimía a los rivales que se entrometían en su territorio (una práctica que podían vender a Washington como una aplicación agresiva de la ley contra el narcotráfico).
Sin embargo, a partir de los años ochenta llegaron las campañas contra la corrupción, impulsadas por la Guerra contra las Drogas de Washington. Las purgas periódicas y las reubicaciones de fiscales en todos los niveles animaron a los policías a limitarse a sacudir a los traficantes en lugar de establecer relaciones a largo plazo. A los grupos delictivos les resultaba más difícil hacer tratos duraderos.
Luego, la democracia acabó con dichos arreglos. A partir de la victoria de la oposición panista en las elecciones a gobernador de Baja California en 1989, a medida que el PRI perdía el control hegemónico del poder que había mantenido desde el final de la Revolución Mexicana, la capacidad del Gobierno para ofrecer garantías creíbles de aplicación selectiva de la ley y protección empezó a resquebrajarse.
La incertidumbre animó a los cárteles a desarrollar medios alternativos de protección. “La violencia”, escribieron Snyder y Durán Martínez, “suplantó así a la protección patrocinada por el Estado como principal estrategia de supervivencia de los narcotraficantes”.
Después, una represión militar dirigida a descabezar a las grandes organizaciones de narcotraficantes, puso a México en un sangriento camino que alcanzó su apogeo en la presidencia del panista Felipe Calderón, de 2006 a 2012. La nueva estrategia no ha hecho nada para mitigar el tráfico de drogas ilícitas. Sin embargo, continúa derramando sangre hasta el día de hoy.
El México de antes probablemente nunca vuelva. El poder político está demasiado disperso para que los Gobiernos ofrezcan acuerdos creíbles. Es difícil vender protección cuando fuerzas políticas rivales controlan los Gobiernos federal, estatal y municipal y los departamentos de policía. La mayoría de los cárteles centralizados se han disuelto, entre otras cosas debido al encarcelamiento y extradición de sus capos a EE.UU., lo que dificulta que los grupos criminales cumplan los acuerdos con el Estado.
Y, por supuesto, es poco probable que cualquier coqueteo de México con este viejo orden de los negocios reconforte a los responsables políticos y a los políticos de Washington, algunos de los cuales ya amenazan con una invasión.
¿Pero entonces qué? La intratable cuestión sigue en pie: ¿Cómo conciliar el objetivo estadounidense de interdicción de narcóticos con la prioridad mexicana de sofocar la violencia? La preferencia de Washington por la interdicción mediante armamento militar tampoco sirve a los intereses de México.
El comunicado de prensa del DHS acierta en una cosa. México tendría más éxito desbaratando a los cárteles de la droga si no estuvieran armados con ametralladoras del calibre 50 y rifles de francotirador Barrett. Luis Valentín Pereda, criminólogo mexicano de la Universidad de Montreal, sostiene que la tarea más urgente de México es reducir el arsenal de los delincuentes: impedir que las armas entren en México, confiscarlas a los pistoleros, destruirlas. Los narcotraficantes que se persiguen unos a otros con machetes, o pistolas, son una amenaza menor para la sociedad que los narcotraficantes que se persiguen unos a otros con AR-15.
Washington ha ayudado poco. En 2018 había casi 14 millones de armas de fuego no registradas en México, la abrumadora mayoría de las cuales fueron introducidas de contrabando desde EE.UU. La semana pasada, México pidió a un tribunal de apelaciones de Boston que reviviera una demanda de US$10.000 millones para responsabilizar a los fabricantes de armas estadounidenses de permitir el contrabando de armas para los cárteles. Varios fiscales de distrito y fiscales estatales estadounidenses presentaron escritos apoyando el caso de México. Estados Unidos, hasta ahora, no lo ha hecho.
Washington señala que poco puede hacer ante la lectura de la Segunda Enmienda que mantiene la mayoría conservadora del Tribunal Supremo, que aparentemente cree que hay muy pocas prohibiciones constitucionales sobre lo que los estadounidenses pueden hacer con las armas de fuego que elijan.
Incluso, republicanos han acusado a México de “faltar al respeto a la Constitución estadounidense”.
Si el sistema político estadounidense puede mostrar su indiferencia ante una masacre tras otra, ya sea en un instituto, una escuela primaria, una universidad, un centro comercial, una iglesia, un festival de música, un club nocturno, un McDonalds, un Walmart, una oficina de correos, etc., las probabilidades de que se ponga a trabajar en detener las masacres de policías, traficantes y civiles en México deben ser prácticamente nulas.
Esto no lleva a ninguna parte. Dada la indiferencia de Estados Unidos, el Gobierno mexicano se equivoca al observar que el fentanilo no está matando a decenas de miles de mexicanos; gastar sangre y dinero para proteger a los estadounidenses de sus tendencias suicidas queda entonces muy abajo en la lista de prioridades. Así, ambos países se quedan en un punto muerto en el que lo mejor que consiguen hacer es coordinar el mismo número de palabras en un comunicado de prensa.
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