Bloomberg Opinión — Casi se puede escuchar el suspiro de alivio de Alejandro Mayorkas. El mes pasado, solo 99.545 migrantes se encontraron con agentes estadounidenses al intentar cruzar la frontera con México. Eso es aproximadamente la mitad de la cifra de junio de 2022 y el recuento mensual más bajo desde febrero de 2021, cuando la inmigración desde todo el hemisferio acababa de comenzar su ascenso inexorable.
Bajo el incesante ataque de los republicanos que se enfocan en el tema de una frontera fuera de control, el asediado secretario de Seguridad Nacional puede afirmar que la estrategia del Gobierno, de hecho, está funcionando.
La combinación de sanciones e incentivos —nuevas vías para solicitar asilo a distancia combinadas con una amenaza férrea de rechazar a todos los que se presenten en la frontera sin una cita— parece estar convenciendo a los posibles migrantes de reconsiderar su camino hacia Estados Unidos.
Sin embargo, a pesar de todo el consuelo que esto le da a la Casa Blanca, y el disgusto que probablemente provoca en el Partido Republicano, la estrategia merece un examen más crítico.
Por un lado, es legalmente vulnerable. El martes, un juez federal estuvo de acuerdo con los grupos de defensa de los inmigrantes en que el enfoque viola el derecho de los solicitantes de asilo a una audiencia y pone en riesgo a los inmigrantes. El Gobierno ahora tiene dos semanas para apelar. En el otro extremo de la división ideológica, los estados liderados por republicanos están demandando con el argumento de que los incentivos de la estrategia crean un nuevo tipo de visa sin la autorización del Congreso.
Y la estrategia del Gobierno también tiene debilidades históricas. La disuasión —convencer a los posibles inmigrantes de que viajar a EE.UU. sin la documentación adecuada no tiene sentido— ha sido la pieza central de la política migratoria de EE.UU. desde que la Administración Clinton implementó todas las medidas a su alcance en su batalla contra la inmigración ilegal de la década de 1990.
“Aunque una tasa de detención del 100% es una meta poco realista”, señalaba el Plan Estratégico de la Patrulla Fronteriza para 1994 en adelante, “creemos que podemos lograr una tasa de detención lo suficientemente alta como para aumentar el riesgo de detención hasta el punto de que muchos consideren inútil continuar intentando entrar de forma ilegal”.
Aquellos con más experiencia en el debate sobre la inmigración quizás recuerden la “Operación Gatekeeper” y la “Operación Hold the Line”, que colocó a 400 agentes fronterizos a 90 metros de distancia de un lado al otro del sector de El Paso, lo que cubría la frontera entre Marfa, Texas y Tucson, Arizona. A la operación se le atribuyó una disminución del 72% en las detenciones a lo largo de esta línea desde 1993 a 1994, y una disminución continua en los cruces fronterizos ilegales hasta 1997.
Pero una mirada retrospectiva a los 30 años de esfuerzos bipartidistas que incrementaron el tamaño de la Patrulla Fronteriza desde 4.300 agentes en 1994 a alrededor de 20.000 el año pasado sugiere, en el mejor de los casos, un historial de resultados mixtos. La disuasión, para empezar, no disuadió por mucho tiempo. Y la política tuvo muchas consecuencias inesperadas, algunas de las cuales posiblemente amenazan la seguridad nacional de EE.UU. en la actualidad.
Los encuentros de inmigrantes con agentes de la Patrulla Fronteriza se redujeron de 1993 a 1994 a alrededor de un millón, pero se recuperaron de inmediato, a 1,7 millones en el año 2000. (Llegaron a un mínimo de 310.000 en 2017 y aumentaron a 2,2 millones el año pasado). Además, las fronteras reforzadas durante las Administraciones de Clinton y Bush no pudieron evitar que la población no autorizada de EE.UU. alcanzara un máximo de unos 12 millones en 2007.
Aunque la disuasión no alcanzó sus objetivos, tuvo un gran impacto en otros aspectos. Por ejemplo, al empujar a los inmigrantes hacia áreas más remotas e inhóspitas de la frontera, convirtió el desierto de Arizona en un cementerio.
También cambió la demografía de los inmigrantes. A medida que cruzar la frontera se hizo más difícil, los hombres migrantes que iban y venían entre sus casas en México y sus trabajos en EE.UU. decidieron establecer sus vidas al norte de la frontera y trajeron a sus familias. En 1995, solo un tercio de los inmigrantes no autorizados habían estado en EE.UU. durante 10 años o más. Para 2017, esa proporción se había duplicado a dos tercios.
La población de inmigrantes indocumentados se estabilizó e incluso se redujo ligeramente después de la crisis inmobiliaria de 2008, lo que sugiere que la migración neta se revirtió. Pero eso se debió en gran medida a una respuesta a las fuerzas económicas y demográficas: las oportunidades laborales en EE.UU. disminuyeron mientras que la economía mexicana logró mantenerse libre de la crisis. Los mexicanos envejecieron, lo que redujo las cohortes de migrantes adolescentes.
Mientras sucedía todo esto, cada nuevo intento de Washington por dificultar el cruce de la frontera creaba una nueva y bienvenida fuente de ingresos para las fuerzas detrás de los desafíos más complicados en la relación bilateral entre EE.UU. y México: las organizaciones criminales mexicanas.
Es posible que el Gobierno de Biden no considere el aumento de los secuestros que siguió a sus políticas para dejar varados a los posibles inmigrantes en México como una prioridad con el mismo nivel de urgencia que el objetivo de la disuasión. Expulsar a los migrantes a una ciudad lejana del lugar donde intentaron cruzar a EE.UU. puede ponerlos en mayor riesgo de abuso por parte de bandas criminales. Lo que más importa es que tales “expulsiones laterales” reduzcan la reincidencia.
Sin embargo, lo que le falta a ese pensamiento —aparte de la conciencia— es la comprensión de que cada una de estas decisiones significa, en última instancia, más dinero para los malos.
Políticas como los Protocolos de Protección al Migrante y el Título 42, que permitía a las autoridades estadounidenses expulsar sumariamente a posibles migrantes a México, proporcionaron a las organizaciones criminales de las ciudades fronterizas un grupo bien surtido de víctimas para extorsionar o pedir rescate.
Desde enero de 2021 hasta diciembre de 2022, se reportaron casi 13.500 incidentes de ataques contra migrantes y solicitantes de asilo varados en ciudades fronterizas o expulsados a México bajo el Título 42. Esto incluye todo, desde agresión y violación hasta secuestro y extorsión.
Los traficantes de personas —coyotes, en la jerga— han proliferado. En 2020, las autoridades estadounidenses procesaron a 1.343 personas por trata de personas, frente a las 729 en 2011. Y sus servicios se vuelven cada vez más caros. El costo de un viaje guiado desde Centroamérica puede superar fácilmente los US$10.000.
Y la suma aumenta. Un informe del Departamento del Tesoro citó un estudio realizado por el Centro de Análisis Operativo de Seguridad Nacional que descubrió que el contrabando de personas a lo largo de la frontera con México genera un ingreso anual estimado de entre US$2.000 millones y US$6.000 millones. Otra cifra, de US$13.000 millones por año, apareció en los medios de comunicación a partir de una historia en el New York Times. Eso es más de la mitad de la solicitud presupuestaria para seguridad fronteriza para 2024 de la Administración Biden.
Un estudio cuidadoso realizado por investigadores de Rand Corporation estimó que los contrabandistas ganaron en 2017 hasta US$2.300 millones gracias al transporte de migrantes de tres países: Guatemala, Honduras y El Salvador. Solo cruzar la frontera hacia EE.UU. representó US$988 millones de dicha cifra.
Los traficantes de personas están entrelazados con los cárteles de la droga que generalmente controlan la frontera y que transportan metanfetamina y fentanilo. Cobran miles de dólares solo por el permiso para cruzar en su territorio. ¡Ay del inmigrante que es atrapado por una pandilla mientras trata de cruzar por sí mismo sin pagar las tarifas y sin conocer el santo y seña!
Un migrante capturado por agentes en EE.UU. y enviado de regreso probablemente tendrá que pagar nuevamente, especialmente si fue expulsado lateralmente a alguna ciudad controlada por otra pandilla a la que no le importa si ya le pagó a otro grupo criminal a varios cientos de kilómetros de allí. Si no tiene el dinero, es posible que tenga familia en algún lugar para que la pandilla los extorsione.
Según el informe de Rand, además de las tarifas de los contrabandistas, los migrantes de los tres países centroamericanos pagaron hasta US$180 millones a las organizaciones narcotraficantes en la frontera por el derecho a estar en su territorio.
El nuevo plan de disuasión del Gobierno de Biden bien podría funcionar mejor que los esfuerzos anteriores. A diferencia de Gatekeeper y Hold the Line, la nueva estrategia de Washington reconoce que para que la disuasión funcione, EE.UU. debe proporcionar alternativas legales. La esperanza es que, si se abren suficientes puertas legales, la demanda de servicios de contrabandistas y las oportunidades de extorsión pueden disminuir para siempre.
Sin embargo, ese día aún no ha llegado. Las 1.450 citas por día disponibles para los migrantes en la nueva aplicación de Aduanas y Protección Fronteriza parecen insuficientes para satisfacer la enorme demanda de migrantes. Los informes dicen que muchos migrantes están atrapados camino a EE.UU. entre México y Panamá. A pesar de la disminución de los encuentros con la Patrulla Fronteriza observada en junio, la economía ilegal alimentada por la disuasión migratoria estadounidense seguirá viva.
En otras palabras, la política estadounidense seguirá financiando a los malos.
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