El problema de la inflación en Argentina es la mala praxis económica, no el peso

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Bloomberg Opinión — Javier Milei, el candidato libertario a la presidencia que se ha convertido en una sensación política en Argentina, tiene una propuesta radical para hacer frente a la galopante inflación del país, que alcanzó casi el 110% el mes pasado: Argentina debería deshacerse de su peso, cada vez más bajo, y sustituirlo por el dólar estadounidense.

La propuesta puede ser tentadora -y ahí está el ejemplo de Ecuador, que convirtió el dólar en moneda de curso legal en 2000 y logró la estabilidad de precios- pero la opción no es ni factible ni deseable para la segunda economía de Sudamérica. Hay formas mucho más eficaces (y, francamente, más sencillas) de aportar estabilidad económica a Argentina.

La economía argentina, de US$641.000 millones, ya está parcialmente dolarizada, pero sustituir el peso por la moneda estadounidense requeriría importantes reservas internacionales que el país no tiene actualmente y que es poco probable que consiga. Así que sería necesaria una enorme devaluación para compensar la escasez de dólares. La dolarización también dejaría al país vulnerable a las oscilaciones del valor del dólar en un momento en que se cuestiona su predominio.

A esto se añaden los condicionantes políticos. Las elecciones presidenciales de Argentina se celebran en octubre, e incluso si Milei gana, es poco probable que su grupo tenga el control del Congreso y el apoyo político necesarios para aprobar una reforma de este tipo. Una encuesta reciente también mostró que la mayoría de los argentinos se oponen a que el dólar sea la moneda nacional, aunque lo utilicen para muchas transacciones cotidianas importantes.

Por último, hay una razón estratégica. La dolarización fracasará, como lo hizo la convertibilidad de la moneda durante la década de 1990, si las autoridades no abordan el problema subyacente de Argentina: la mala praxis política.

Al contrario que sus pares en los mercados emergentes, Argentina ha venido aplicando durante las últimas décadas un conjunto de herramientas políticas poco ortodoxas que no sólo no han atajado la inflación, sino que la han empeorado. Ha financiado saldos presupuestarios persistentes imprimiendo dinero, ha falseado las estadísticas de inflación, ha concedido subsidios energéticos disparados, ha ordenado controles de precios bizantinos y ha obligado a las autoridades monetarias a aplicar tasas de interés reales negativas. Y recuérdese: Argentina es una de las grandes economías latinoamericanas más cerradas, con recurrentes problemas de deuda y férreos controles de capital.

En este contexto, sería una sorpresa que Argentina no tenga una de las tasas de inflación más altas del mundo.

Bajo la administración del presidente Alberto Fernández, esa preferencia por la heterodoxia se tradujo en la falta de cualquier ancla política para controlar la inflación, algo que resumió célebremente en una entrevista en 2020: “Francamente, no creo en los planes económicos”. La vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner fue más lejos, diciendo recientemente: “El déficit fiscal está claro que no es la causa de la inflación”.

Eso puede ser correcto ocasionalmente para naciones con buena calificación crediticia. Pero desde luego no lo es para un país que ya ha incumplido el pago de su deuda internacional tres veces en lo que va de siglo.

Sí, Argentina ha tenido muy mala suerte, sufriendo dos enormes sequías en sólo cinco años que costaron a la economía muchos miles de millones en exportaciones perdidas. Pero con el cambio climático, tales acontecimientos ya no pueden considerarse tan inusuales. En todo caso, hacen aún más urgente la necesidad de estabilidad macroeconómica.

Y para ello, Argentina sólo tiene que mirar a sus vecinos en busca de orientación.

En las últimas tres décadas, América Latina ha hecho grandes progresos en el control de la inflación, una de sus principales preocupaciones económicas en el siglo XX. Desde Brasil a Paraguay, pasando por México, la mayoría de los países de la región han aplicado políticas similares, centradas en objetivos de inflación, prudencia fiscal, gestión inteligente de la deuda y un cierto grado de autonomía (si no total independencia) para las autoridades de los bancos centrales. Estas políticas fueron adoptadas y mantenidas con éxito por gobiernos tanto de derechas como de izquierdas.

El valor de este enfoque queda patente en la fluidez con la que estos países superaron el doble impacto del repunte de la inflación tras la pandemia y un rápida aumento de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal de Estados Unidos. Los bancos centrales latinoamericanos reaccionaron rápidamente, aumentando los costos de endeudamiento antes que la mayoría. A pesar de cierto ruido político, ya están viendo cómo las tasas de inflación vuelven lentamente al objetivo sin las turbulencias financieras habituales en otros periodos de la historia.

No hay razón para que Argentina no pueda hacer lo mismo. Brasil, que sufrió una hiperinflación al mismo tiempo que Argentina hace tres décadas, tiene ahora una moneda sólida y las tasas de inflación más bajas entre las mayores economías de la región.

Por supuesto, el principal obstáculo en Argentina siempre ha sido político. Quienquiera que sea el próximo líder del país necesitará no sólo establecer la política adecuada, sino también acumular suficiente capital político para sostenerla. Quizá el próximo presidente pueda apelar al espíritu competitivo de los argentinos: Si nuestro enemigo Brasil puede lograr una estabilidad económica duradera, entonces nosotros también podemos.

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