La postura de América Latina sobre la guerra de Ucrania está atascada en el pasado

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Bloomberg Opinión — ¿Cuánto odian los latinoamericanos a Estados Unidos?

La pregunta no es nueva, pero la guerra de Ucrania vuelve a plantearla: ¿Cómo pueden los países latinoamericanos comprometidos a viva voz con el principio de no intervención encogerse de hombros ante la decisión de un oligarca autocrático de enviar tanques para apoderarse de un vecino más pequeño cuya tierra y recursos su país ha codiciado durante siglos? La respuesta tiene poco que ver con lo que ocurre en el Donbás o en Kiev.

¿A quién le importa lo que Zelenskiy diga sobre los crímenes de guerra rusos? Como sugirió Andrés Velasco, ex ministro de Hacienda y candidato presidencial en Chile que ahora está en la London School of Economics: “Una posible explicación es el antiamericanismo pavloviano: si Estados Unidos está respaldando a Zelenskiy, esa no es una foto de familia en la que deseen aparecer.”

De Buenos Aires a Ciudad de México, los gobiernos de izquierdas están siguiendo líneas predecibles trazadas a partir de las luchas del siglo XX en las que Washington, en la mayoría de los casos, jugó el papel de malo.

Las posiciones latinoamericanas no son monolíticas. Van desde la del mexicano Andrés Manuel López Obrador, que arremetió contra la decisión de Alemania de enviar tanques Leopard a Ucrania, cosechando el agradecimiento de la embajada rusa, hasta la del chileno Gabriel Boric que, solo en la región, condenó enérgicamente la invasión rusa desde el principio.

En medio, Brasil se esfuerza por retractarse de las declaraciones del Presidente Luiz Inácio Lula da Silva en la primavera boreal de 2022, cuando dijo que Zelenskiy “es tan responsable como Putin de la guerra”. El mes pasado firmó la resolución de Naciones Unidas que responsabilizaba a Rusia del conflicto y se ofreció como mediador. (En la región, sólo Nicaragua votó en contra de la resolución, mientras que Cuba, Bolivia y El Salvador se abstuvieron).

Puede que la bilis antigringa no sea la única motivación de su reticencia a adoptar una postura más firme. La idea de la no alineación, propia de la Guerra Fría, está muy arraigada en los círculos latinoamericanos de política exterior, sobre todo por la protección que ofrece frente a posiciones incómodas.

¿Y si Xi Jinping se pone del lado de Putin? China, a diferencia de Rusia, es un inversor y socio comercial fundamental. Lo mejor es mantenerse al margen el mayor tiempo posible, a ver qué pasa. Para Alejandro Werner, ex director para el Hemisferio Occidental del Fondo Monetario Internacional y ahora en el Instituto Peterson de Economía Internacional, “mantener la opcionalidad tiene algún valor”.

La guerra puede estar en los titulares, pero está lejos. Ha tenido un impacto limitado en el acceso a la energía y la seguridad alimentaria en América Latina. La gente de la región “no tiene nada que ver con eso”, afirma José Miguel Vivanco, ex responsable para las Américas de Human Rights Watch y ahora en el Council on Foreign Relations.

Dada la creencia generalizada en la región y en otros lugares de que ninguno de los bandos ganará esta guerra y de que es inevitable llegar a una solución negociada, algo parecido a la neutralidad puede ser una postura prometedora. “Ucrania no puede perder la guerra y Rusia no puede perder la cara”, afirmó Carlos Ominami, ex senador y ex ministro de Economía chileno. “Podemos converger en una posición común de pedir el cese de las hostilidades y promover un proceso hacia la paz”.

Sin embargo, por muy pragmática que América Latina quiera parecer, la postura de algunos de sus países, y quizá la de otros países del Sur Global, se basa en una hostilidad profundamente arraigada hacia Estados Unidos.

Como relata el escritor mexicano Enrique Serna en su libro El mercader del silencio, durante la Segunda Guerra Mundial, el público de las películas mexicanas mostraba su fervor antiyanqui aplaudiendo cada vez que Hitler o Mussolini aparecían en el noticiario.

La hostilidad no es inmerecida. Estados Unidos se apoderó de una parte de México. Desde derrocar gobiernos hasta financiar insurgencias, sus intervenciones abiertas y encubiertas para instalar regímenes a su gusto en América Latina durante la Guerra Fría son difíciles de cuadrar con la imagen de hegemonía honesta que espera proyectar hoy. Señalar que la intervención de Putin en Ucrania no fue provocada es más que probable que evoque recuerdos de George W. Bush jugando al cambio de régimen en Irak.

“No queremos que Estados Unidos se salga con la suya”, señaló Ominami sobre el final del juego en Ucrania. “Porque un EEUU fuera de control es muy peligroso”.

Y la embajada rusa en Ciudad de México ha empezado a trollear a Washington en Twitter, explicando el apoyo estadounidense a Zelenskiy con la cita atribuida a FDR o a Harry Truman sobre el dictador dominicano Rafael Trujillo o el nicaragüense Anastasio Somoza: “es un bastardo, pero es nuestro bastardo”.

Quizá pedir a Latinoamérica que se ponga de parte de Ucrania sea un error. Puede que Brasil y otras naciones latinoamericanas salgan de este conflicto como buscadores de la paz sensatos y con visión de futuro.

Lo que parece seguro es que saldrán de esto pareciendo un poco históricamente incoherentes. Los gobiernos de izquierdas tan reacios a ayudar a Zelenskiy pueden pensar que están del lado de ese viejo amigo de la Guerra Fría, la URSS. En lugar de eso, están apoyando a un oligarca corrupto y neoczarista que cuenta entre sus mejores amigos a Tucker Carlson y a un grupo de supremacistas blancos europeos.

Como señaló Werner, “Putin no es Brézhnev”.

Hay una ironía final en las maniobras anacrónicas que tanto recuerdan a la Guerra Fría. Puede que las élites políticas latinoamericanas sigan albergando un profundo resentimiento hacia Estados Unidos. Pero la mayoría de los votantes latinoamericanos no parecen compartirlo. En 2020, dos años antes de la invasión de Ucrania por Vladimir Putin, el 59% de los latinoamericanos tenía una opinión buena o muy buena tanto de Rusia como de China, según las encuestas de Latinobarómetro. Pero el 72% tenía una opinión buena o muy buena de Estados Unidos.

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