Lucha contra el cambio climático se convierte en una jugada de poder geopolítica

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Bloomberg Opinión — Este fue el año en que el mundo de la energía tuvo una ruptura. Las misteriosas explosiones que desgarraron los gasoductos Nord Stream bajo el mar Báltico simbolizaron la ruptura y reconexión de antiguas rutas comerciales, víctimas de la brutal y chapucera invasión rusa de Ucrania y de las sanciones impuestas como respuesta.

Pero los vínculos también se extendieron y rompieron lejos de ese campo de batalla. La desvinculación de lo que solía llamarse “Chimerica” se aceleró. Washington y Riad discutieron sobre los precios del petróleo. Corea del Sur y Japón acusaron a Estados Unidos de discriminar a sus industrias de baterías y vehículos. Y un presidente francés voló miles de kilómetros para evitar una guerra comercial transatlántica.

La crisis de Ucrania alimentó esas fricciones, pero no las creó. El 10 de diciembre, la administración del presidente Joe Biden mandó a la Organización Mundial del Comercio al cuerno. La OMC, cuyo predecesor se estableció bajo el liderazgo de Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, había dictaminado, como era de esperar, en contra de los aranceles sobre el acero y el aluminio impuestos por el ex presidente Donald Trump y repuestos por Biden. Estados Unidos, invocando la justificación general de la seguridad nacional, respondió que estos no estaban en discusión. Los países que pretenden insistir en el caso se enfrentan a la complicación de que entraría en un vacío legal porque EE.UU. está bloqueando nuevos nombramientos para el órgano de apelación de la OMC. El unilateralismo es especialmente problemático cuando emana del país que fundó el multilateralismo.

El cambio climático añade una dinámica nueva y desestabilizadora. Sin embargo, algunos también lo consideran la base de un nuevo sistema comercial. El Grupo de los Siete acaba de reafirmar su compromiso de crear un “club del carbono”. La idea es coordinar las normas y políticas relacionadas con el clima entre algunas de las mayores economías del mundo para fomentar la descarbonización y evitar al mismo tiempo los conflictos comerciales.

Este último aspecto se ha puesto de relieve, especialmente con la aprobación de la Ley de Reducción de la Inflación en EE.UU. (IRA, por sus siglas en inglés), que, con sus estrictas disposiciones sobre contenido nacional para bienes como los vehículos eléctricos, es en realidad una política industrial proteccionista. Corea del Sur y Japón, que tienen grandes intereses en los mercados estadounidenses del automóvil y las tecnologías limpias, están que echan humo. La Unión Europea, angustiada por el cierre de sus fábricas debido a los altos precios de la energía, también ha denunciado el IRA. Mientras tanto, la UE acaba de acordar su propia forma de proteccionismo, el Mecanismo de Ajuste Fronterizo del Carbono, o CBAM, que impone aranceles a determinadas importaciones de países que no fijan el precio del carbono como lo hace Europa.

Más allá de la beligerancia, estos países y regiones tienen algunas cosas importantes en común. Todas son economías grandes y prósperas. Además, con un sesgo hacia los servicios en lugar de la industria y décadas de esfuerzos de eficiencia a sus espaldas, obtienen resultados relativamente buenos en términos de intensidad de gases de efecto invernadero. El gráfico siguiente -recopilado de algunos gráficos publicados recientemente por ClearView Energy Partners, una empresa de análisis con sede en Washington- compara varios bloques y países alineados con Occidente con otras grandes economías y grupos.

Si los clubes se basan en rasgos e intereses comunes, el potencial del cuadrante superior izquierdo es obvio. Pero estos puntos en común también ocultan una diferencia flagrante. Estados Unidos -y, por extensión, Norteamérica- es prácticamente autosuficiente en cuanto al suministro de combustible. Mientras tanto, la lista de los 10 países más dependientes de las importaciones de combustible como porcentaje de sus necesidades energéticas parece un quién es quién de aliados a través del Atlántico y el Pacífico.

La dependencia de las importaciones energéticas, especialmente entre los países europeos, es precisamente la razón por la que Moscú las ha convertido en armas (junto con los cultivos en cierta medida). Mientras Bruselas busca un acomodo con Washington, debe lidiar con este marcado desequilibrio con EEUU, que se extiende a la esfera militar. Además, el enfoque de la UE para combatir el cambio climático, centrado en los costos punitivos de las emisiones, es el opuesto al esfuerzo estadounidense dirigido por las subvenciones.

Extrañamente, por tanto, justo cuando parecía que EEUU se estaba alineando con las ambiciones climáticas de sus principales aliados, la diplomacia climática amenaza con dividirlos aún más. Para evitarlo, lo más probable es que haya que tomarle la palabra a Estados Unidos sobre los aranceles al acero y al aluminio y convertir el clima en una cuestión de seguridad. Ahí puede estar la base de un gran acuerdo similar al que se hizo durante la Guerra Fría. En palabras del analista geopolítico y escritor Peter Zeihan, Estados Unidos ofreció a sus aliados un soborno tras la Segunda Guerra Mundial: Acceso al mercado y libre comercio a cambio de sublimar su política de seguridad a la prioridad estratégica de Washington, contener a la Unión Soviética.

Biden justificó su agenda climática como parte de una contienda más amplia entre democracias y autocracias. Retomando esa idea, cuando a finales de 2020 la presidenta de la UE, Ursula von der Leyen, habló con el entonces presidente electo Biden sobre una asociación transatlántica renovada, citó no sólo objetivos comunes sobre el clima, sino también un “interés fundamental compartido en el fortalecimiento de la democracia”.

Lo que Europa ansía es seguridad en varios frentes: militar, económico y energético. La OTAN cumple el primero, pero los otros requieren acuerdos comerciales con EE.UU., entre otros, conciliar los diferentes enfoques de la política climática a ambos lados del Atlántico; lo que el presidente francés Emmanuel Macron denominó suavemente “sincronización.” En esencia, Europa quiere poder vender su propia tecnología limpia en el mercado estadounidense -y aprovechar esas subvenciones del IRA-, al tiempo que protege sus propios flancos de la agresión rusa, de competidores con altas emisiones (de bajo costo) y de la volatilidad de los precios de la energía.

Estados Unidos quiere revitalizar su sector manufacturero a la vez que alcanza sus objetivos de descarbonización. Pero también busca resultados estratégicos, a saber, debilitar a Rusia y contener a su principal adversario, China. En ese frente, la cooperación de Europa, junto con sus aliados asiáticos, para limitar el acceso de China a tecnologías estratégicas y crear cadenas de suministro alternativas será probablemente vital. Estados Unidos ya ha cooptado a Holanda y Japón en su esfuerzo por aislar a China del ecosistema mundial de semiconductores. Por muy doloroso que resulte para las potencias de la UE, especialmente Alemania, ponerse del lado de Washington contra Pekín, es probable que esa sea una condición no negociable para crear algo parecido a un club del carbono.

Los aranceles vigentes sobre el acero y el aluminio pueden ofrecer un modelo para ese tipo de club. Sin embargo, incluso si se arreglan las grietas dentro de las coaliciones occidentales, el matrimonio de la diplomacia climática con la rivalidad entre grandes potencias conlleva sus propios riesgos. Aunque un club del carbono del G-7 tendría el peso de más del 40% de la economía mundial, su principal objetivo, China, representa casi una quinta parte del PIB y la población mundiales y casi un tercio de sus emisiones. También ha desempeñado un papel fundamental en la reducción del costo de las tecnologías limpias, haciendo que las ambiciones de descarbonización sean viables en primer lugar. Excluir a China no sólo impediría la cooperación con el mayor emisor del planeta, sino que también sería inflacionario. Por ejemplo, construir capacidad de fabricación de paneles solares en EE.UU. y Europa cuesta aproximadamente tres veces más que hacerlo en China, según Bloomberg NEF.

El mundo es también, si cabe, más complicado que en 1945, cuando había relativamente pocas potencias de cierto tamaño aparte de las dos superpotencias y los imperios europeos. Si se repasa el gráfico, se ve cómo la intensidad de las emisiones chinas y, sobre todo, rusas, las diferencian de los grupos alineados con Occidente.

Pero, ¿qué ocurre con India, por ejemplo, que presenta una compleja combinación de emisiones elevadas, ambiciones nominales de cero emisiones netas, renta per cápita baja, un sistema de gobierno democrático y una relación de confrontación con China, aunque mantiene desde hace tiempo vínculos con Rusia? Además, según la Agencia Internacional de la Energía, India es el país con la mayor previsión de aumento del consumo de energía hasta 2050. Sus decisiones y alineamientos serán muy importantes. Del mismo modo, los Estados árabes del Consejo de Cooperación del Golfo deben equilibrar las demandas contradictorias de sus aliados occidentales de larga data, pero en proceso de descarbonización, por un lado, y de China y otras economías en desarrollo que representan una mayor proporción de sus exportaciones de petróleo y gas, por otro. Los esfuerzos de Estados Unidos y sus aliados por utilizar su peso económico como compradores de petróleo para influir en los precios, a través de límites máximos y reservas estratégicas, no han ido bien este año.

Como amenaza universal, el cambio climático debería en teoría trascender la geopolítica. En la práctica, el proyecto de salvar el planeta parece destinado a convertirse en el siguiente frente de la interminable lucha por quién lo dirige.

Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial o de Bloomberg LP y sus propietarios.