Bloomberg — Es comprensible la perplejidad de la gente ante la agitación política que se ha apoderado de Perú. Según los parámetros económicos habituales, el país, hasta ese momento, era un éxito regional indiscutible. Su economía creció una media del 4,5% anual en la década anterior al golpe del coronavirus. Casi cuatro veces más que la media de Sudamérica.
Hasta la llegada de la pandemia, la pobreza disminuyó constantemente e incluso se redujo en algo la desigualdad. A pesar de que la economía sufrió un descalabro en 2020, se recuperó con fuerza el año pasado, creciendo nada menos que un 13,6%.
Sin embargo, el expresidente Pedro Castillo está ahora en la cárcel, tras haber sido depuesto por el Congreso que apenas unas horas antes había intentado disolver. Después, la policía fue desplegada para reprimir las protestas callejeras de los partidarios de Castillo, al tiempo que su sucesora y exvicepresidenta, Dina Boluarte, puso al país bajo estado de emergencia.
Es el “rompecabezas peruano: tasas de crecimiento muy elevadas combinadas con niveles mínimos de confianza en las instituciones y los líderes políticos”, afirma Michael Shifter, de la Universidad de Georgetown y expresidente del Diálogo Interamericano. “La política está totalmente desvinculada de la economía”, señaló Sebastián Edwards, profesor de economía de la UCLA y ex economista jefe para América Latina del Banco Mundial. “Hay un intento de golpe de Estado y la bolsa sube”.
La agitación repercute en toda América Latina, pero no siempre de la forma que uno espera. Los presidentes de Argentina, Bolivia, Colombia y México —Alberto Fernández, Luis Arce, Gustavo Petro y Andrés Manuel López Obrador— lamentaron el “antidemocrático hostigamiento” a Castillo, un maestro rural y líder sindical del interior de Perú que hace 16 meses se sumó a la cosecha de presidentes autodenominados de izquierda que llegaron al poder en la región.
Pero ni Brasil ni Chile, miembros destacados de la izquierda latinoamericana, se sumaron a dicha condena. El brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, señaló que la destitución de Castillo se ajustaba al “marco constitucional” de Perú y deseó suerte a Boluarte en la búsqueda de la reconciliación nacional.
Quizá la notable agitación de Perú no sea un presagio de lo que le espera a la izquierda latinoamericana en general. El país ha tenido seis presidentes en cuatro años. Castillo, un neófito político, fue claramente víctima del racismo y el clasismo de la clase política limeña. Pero también era un autoritario bastante incompetente: no representó autoridad para ningún miembro del gabinete; fue incapaz de articular un proyecto nacional; y se mostró propenso a los arrebatos monárquicos. “Sus múltiples errores y su comportamiento corrupto hicieron que la situación se volviera insostenible”, dijo Shifter.
Pero lo que es motivo de mayor preocupación es la historia más amplia que en última instancia condujo a la destitución de Castillo, una historia que resuena en toda América Latina y lleva décadas —siglos— gestándose. Es la historia de una desigualdad abismal e impenetrable que ha partido en dos a las sociedades latinoamericanas y ha destruido la legitimidad de los sistemas políticos que, ya sean de derecha o de izquierda, no han hecho prácticamente nada para solucionarlo.
Es una historia de modelos económicos que no han logrado su objetivo de prosperidad generalizada, desde una estrategia de sustitución de importaciones de los años sesenta y setenta hasta el impulso de soluciones de mercado bajo la bandera del Consenso de Washington. Edwards dejó el Banco Mundial en 1996. Aparte de la inflación galopante, que fue bastante controlada en toda la región, dice, “los problemas son los mismos desde que estuve allí”.
La incorregible desigualdad ayuda a explicar el ascenso al poder del populista Jair Bolsonaro, en Brasil y del también populista López Obrador, en México. El descontento con la desigualdad alimentó los disturbios que azotaron a Chile en 2019 y que impulsaron al líder estudiantil Gabriel Boric, a la presidencia dos años más tarde. Esa misma desigualdad entregó en 2022 la presidencia de Colombia a Petro, un exguerrillero de izquierda.
Perú sufre quizá la mayor concentración de riqueza de América Latina, lo que lo hace una de las regiones más desiguales del mundo. Su economía crece, pero como señala Gaspard Estrada, director ejecutivo del Observatorio Político Latinoamericano de Sciences Po en París, “no es el tipo de crecimiento que la gente percibe en su experiencia cotidiana”.
¿Por qué aumenta ahora la frustración? Tal vez por el golpe que asestó la pandemia de covid-19. O quizá por la letanía de escándalos de corrupción que han salpicado a la clase política de la región en los últimos cinco años. Sin duda, está llegando a su punto álgido. Aunque puede haber llevado al poder a algunos de los últimos Gobiernos de izquierdas, ahora representa una amenaza para su permanencia.
Como señaló Estrada, de las 14 elecciones presidenciales celebradas en América Latina desde 2019, 13 han quedado en manos de la oposición. Esta vez, el cambio favoreció a la izquierda. La próxima vez, podría favorecer a la derecha.
Los sistemas políticos han quedado destruidos. En Colombia, donde durante décadas liberales y conservadores se repartieron el poder, ahora hay 13 partidos en el Congreso. En Perú hay 10, incluso después de excluir a 16 —incluidos los que gobernaron el país de 2006 a 2018— por no alcanzar los umbrales mínimos de votos. A la primera vuelta de las elecciones presidenciales de Perú el año pasado, se presentaron 18 candidatos. En Ecuador fueron 16.
Esta eflorescencia partidista complica la gobernabilidad, a medida que establece grandes obstáculos políticos para la reforma política, ya sea desde la izquierda o desde la derecha. “Las mayorías son lo que más escasea hoy en la región”, escribieron los editores de Latinobarómetro, el consorcio regional de encuestas, en un informe de 2021. “Las minorías florecen en América Latina y las mayorías no se encuentran”.
Lo más preocupante es el golpe a la propia democracia, que solo se estableció más o menos firmemente en la región hace unas tres décadas. Según las encuestas de Latinobarómetro, el apoyo a la democracia ha caído al 49% desde que alcanzara un máximo del 63% en 2010.
“El mayor déficit democrático de la región se da entre los jóvenes”, señala el informe de Latinobarómetro, al indicar que el apoyo a la democracia entre los menores de 25 años es 15 puntos porcentuales menor que entre los mayores de 65 años. “Vivir en democracia no está produciendo demócratas en América Latina”, concluyó.
Es poco probable que la destitución de Castillo en Perú refuerce los argumentos a favor de la gobernanza democrática en América Latina. Pero dejarle en su puesto, suspender el Congreso y gobernar por decreto, tampoco lo habría hecho. El destino de la democracia en América Latina depende de la capacidad de las clases políticas elegidas democráticamente. Hasta ahora, no lo han logrado.
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