Hace 25 años, en mi primer día en Londres se conoció la trágica noticia de la muerte de la princesa Diana en un accidente de tráfico en París. El enorme eco público que se produjo a continuación demostró que la monarquía es a menudo el centro de la conversación sobre lo que significa ser británico.
El fallecimiento de la reina Isabel II es una noticia no del todo inesperada ni trágica. No obstante, un cuarto de siglo después, soy más consciente de su significado en mi país de adopción. Como muchos de los grandes acontecimientos en los que participó durante siete décadas en el trono, su sucesión fue meticulosamente preparada y sin duda se ejecutará de forma impecable. Sin embargo, como sabe cualquiera que haya perdido a un familiar, nadie está realmente preparado.
Esto es aplicable y a gran escala en esta ocasión. Desde que el primer ministro recibe la noticia de que “London Bridge is down”, se activan toda una serie de planes. Durante los próximos días, el país no hablará de otra cosa. Pero ni la familia real ni el país saben cómo será tener una monarca diferente, ni de qué manera su fallecimiento desencadenará un periodo de cambios más amplios.
Es imposible visitar Gran Bretaña sin darse cuenta de que se está en un reino. Tanto los sellos como el papel moneda llevan el retrato de la reina. Innumerables pubs se llaman Queen’s Head o Queen’s Arms; está la Royal Opera House, el Royal Borough de Kensington y tantos otros lugares “reales”. Unas 8.000 calles llevan el nombre de Reina, Rey, Real, Jubileo o algún sinónimo. Un Royal Warrant (Orden real de nombramiento) concede un caché especial a negocios y organizaciones benéficas favorecidas.
Aun así, mi yo más joven no podía entender cómo una persona con toda esa riqueza heredada podía llegar a encarnar la visión de una nación sobre sí misma. Para un estadounidense, todo esto se aleja extrañamente de las nociones modernas de democracia. El principio hereditario siempre fue un anatema para el sentido estadounidense de la meritocracia (aunque la ironía ahora es que gran parte de la riqueza y las oportunidades en Estados Unidos son, de hecho, heredadas). También lo era la idea de un jefe de Estado que fuera también jefe de la Iglesia.
Y, sin embargo, cuando llegaron las celebraciones del Jubileo de este verano del hemisferio norte, allí estaba yo, con un nudo en la garganta, grabando un vídeo de mi televisor mientras la reina salía al balcón del Palacio de Buckingham en esa aparición perfectamente coreografiada con los miembros más cercanos de su familia en una ordenada fila. Envié el vídeo por WhatsApp a mi familia en Estados Unidos.
“La reina parece satisfecha. Una multitud realmente feliz de estar allí”, escribió mi octogenaria madre. “Difícil de entender para mí, como estadounidense”.
Lo entiendo. Los estadounidenses tienen diferentes reacciones ante la monarquía. Es fácil estar entretenido; es más difícil sentir un verdadero apego. Pueden verse igualmente envueltos en el brillo de las bodas reales o evadirse en el drama de las rupturas y los escándalos de la realeza, por supuesto. Un estudio llegó a la conclusión de que había más estadounidenses entusiasmados con el Jubileo que británicos.
Pero también pueden encontrar el alboroto desconcertante o incluso ofensivo. “¿Por qué debemos celebrar el hecho de que una persona haya gobernado sin interrupción durante 70 años? ¿Y es una monarquía constitucional realmente compatible con nuestros ideales democráticos?”, escribió Steven Porter en USA Today sobre la bulla del Jubileo.
Convertirse en británica ha supuesto trabajar para entender cosas que vienen automáticamente para los nativos. La otra lección que aprendí de mis primeros días viviendo en el Reino Unido fue que, aunque el papel de la reina es en gran medida ceremonial, no hay una línea divisoria clara entre el palacio y la política. Puede que la reina se mantenga al margen de la política, pero como escribió el ex embajador de EE.UU. en Gran Bretaña, Raymond Seitz, un agudo observador de Gran Bretaña, “cuando ese pequeño arco de reserva se levanta en la ceja real, un silencioso escalofrío recorre Whitehall” (me pregunto si la ceja de Carlos, más tupida, recibirá la misma atención).
Tras la muerte de Diana, un joven y nuevo primer ministro hizo una declaración que captó perfectamente el estado de ánimo del público, coronándola como “la princesa del pueblo”. La popularidad de Tony Blair alcanzó el 93%, considerado un récord de un político democrático. La reina, siguiendo en muchos casos su ejemplo, se abrió también, mostrando una monarquía que podía adaptarse a un tiempo cambiante.
El gran ensayista británico Walter Bagehot advirtió que no había que dejar entrar la luz en este rico tapiz de convenciones y ceremonias. El truco de la monarquía es su mística; su distancia de la gente corriente sirve para acercar el gobierno elegido a ella. El papel del monarca, dijo, podría definirse vagamente como “advertir, animar, ser consultado”. Ese tipo de matiz, como el estado de derecho en ausencia de una constitución escrita, puede resultar incómodo para los no británicos.
Lo que hace que esta sucesión sea tan conmovedora, y su efecto tan imprevisible, es la combinación de la marca personal de la ex reina y el momento histórico en que se encuentra Gran Bretaña. Puede que haya heredado una corona, pero la admiración mundial se la ha ganado. Ésta surgió de su implacable servicio (incluso bendiciendo a un nuevo primer ministro 48 horas antes), pero también de los valores por los que se rigió: decencia, deber, devoción espiritual, amor a la naturaleza, lealtad a la familia y al país.
Para Carlos, su heredero y ahora rey, es un acto imposible de seguir. Está felizmente por segunda vez casado ahora con Camilla, la mujer que estuvo en el centro de su ruptura matrimonial con Diana. Al menos, esas heridas han cicatrizado, pero su familia todavía se tambalea por la caída muy pública de sus dos hijos, Guillermo y Enrique, y la vergüenza de la asociación de su hermano Andrés con Jeffrey Epstein. Sin la reina, será Carlos quien deba crear una sensación de estabilidad y continuidad, pero el simple hecho de detener la sensación de decadencia sería un comienzo. El escrutinio será intenso.
La muerte de la reina representa un momento de vulnerabilidad, pero también de oportunidad. Aunque el apoyo a la monarquía es fuerte en general en Gran Bretaña, con cerca del 62% de los británicos a favor, es más débil entre los jóvenes; sólo un tercio de los jóvenes de entre 18 y 24 años le ven sentido. “Si la monarquía quiere prosperar, debe seguir contando una historia que enganche a la gente”, escribió el historiador Alex von Tunzelmann en abril. “Esto no significa que deba modernizarse. Su atractivo puede residir en reiterar ese sentido de la tradición, la benevolencia y el deber que la Reina ha canalizado tan bien.”
La sucesión real será también una prueba, quizás en cierto modo definitoria, de otra nueva primera ministra, Liz Truss, cuya gestión de la respuesta se transmitirá a todo el mundo. Los días de recuerdos y efusiones eclipsarán las conversaciones sobre la crisis energética del país, el tambaleante Servicio Nacional de Salud, la guerra en Ucrania y prácticamente todas las demás noticias. Pero sólo temporalmente. La reina deja el mundo en un momento en el que el cuarto gobierno conservador de Gran Bretaña está redefiniendo su papel en el mundo después del Brexit, tratando de mantener unida una unión deshilachada y enfrentándose a la mayor crisis económica desde la crisis financiera. La libra, como si se tratara de una pregunta, está en su nivel más bajo desde 1985.
Unos 2.500 millones de personas en todo el mundo vieron el funeral de Diana. Sospecho que muchos más seguirán este cambio de guardia, ya sea que comprendan plenamente las implicaciones o que, como yo después de todos estos años, todavía lo estén descifrando.
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