Bloomberg Opinión — Liz Truss no podía elegir peores circunstancias para convertirse en la nueva primera ministra de Gran Bretaña, incluso dejando de lado la lluvia que retrasó su discurso inaugural. Ha obtenido un porcentaje de votos de su partido menor que el de sus predecesores, goza de poco entusiasmo por parte del público y hereda la que podría ser la peor crisis económica en una generación. Que Truss supere las expectativas dependerá de su voluntad de abandonar los eslóganes de la campaña por soluciones pragmáticas.
Durante la contienda para sustituir al primer ministro saliente, Boris Johnson, como líder del partido tory, Truss bruñó sus credenciales como conservadora tradicional en el molde de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Descartó las “limosnas” para hacer frente a la subida del costo de vida (antes de volver a imponerlas), prometió amplias reducciones de impuestos y prometió catalizar el crecimiento con reformas desde el lado de la oferta. También prometió aumentar el gasto en defensa, al tiempo que eludía cualquier debate serio sobre cómo reformar el peligrosamente sobrecargado Servicio Nacional de Salud.
Sin embargo, gobernar es elegir, y como primera ministra Truss tendrá que hablar honestamente sobre lo que se elije y lo que se deja, y demostrar su capacidad de llegar a compromisos, especialmente en los dos temas principales en los que tendrá que tomar decisiones tempranas.
Uno es la crisis del costo de vida. Truss tiene razón al querer reducir la mayor presión fiscal desde los años 40 y al ser escéptica con la intervención indiscriminada del gobierno. Pero no basta con reducir los impuestos. Los precios de la energía van a subir un 80% en octubre, con la perspectiva de más subidas en el primer semestre del año que viene. Las primeras declaraciones de Truss han demostrado que es consciente del daño económico y social que supondría no responder a la penuria generalizada. La cuestión es cómo hacerlo.
La congelación de los precios y el ocultar la inflación en préstamos a largo plazo a los proveedores de energía es el enfoque más sencillo y políticamente atractivo, pero la ayuda no dirigida sería enormemente costosa y el gobierno debe establecer cómo se pagará. Además, desincentivaría a los ciudadanos a reducir su consumo de energía, lo que dificultaría aún más los objetivos de descarbonización del Gobierno (que Truss ha evitado mencionar en gran medida).
La segunda elección que define a Truss es la de seguir el camino de la confrontación o la cooperación con Europa. Las relaciones entre el Reino Unido y la UE están en un punto bajo, lo cual es mucho decir. Pero son las acciones de Gran Bretaña las que han puesto en marcha un curso de colisión con consecuencias preocupantes.
Los conservadores que apoyan a Truss quieren destrozar el Protocolo de Irlanda del Norte, la parte del acuerdo de divorcio del Brexit que regula el comercio en Irlanda del Norte. Hay una ley que pretende hacer precisamente eso, de forma unilateral. El resultado, si no se llega a un compromiso, podría ser un grave deterioro de las relaciones que amenaza todo, desde la cooperación científica hasta el comercio más amplio entre el Reino Unido y la UE y la estabilidad en la propia Irlanda del Norte. La UE debería ayudar a facilitar un compromiso, pero primero el Reino Unido debería retirar la pistola cargada de la mesa.
A la primera ministra le esperan muchos más quebraderos de cabeza, como una serie de huelgas en el sector público, la vacilante atención social a los ancianos y los enfermos crónicos y el mantenimiento del apoyo militar a Ucrania. En su primer acto como jefa de gobierno, Truss nombró un equipo de alta dirección que ya es el más diverso de la historia. La tarea de Truss consiste ahora en restablecer la confianza en la capacidad del gobierno para gestionar las crisis en casa, al tiempo que proporciona un liderazgo firme y estable en la escena mundial. No sólo los británicos deberían desear que tenga éxito.
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