A las 10:30 p.m., los jugadores ya están frente a las máquinas tragamonedas en el casino. Los meseros ofrecen bebidas alcohólicas gratis, bailarines se mueven al ritmo de un merengue y jugadores de bingo compiten por un premio de US$500 cerca de las mesas de póquer. A la medianoche de este viernes de mayo, una afortunada jugadora gana la rifa de una motocicleta Yamaha de US$2.900 y luego cambia las llaves por dinero en efectivo.
Es Las Vegas con un toque latino. No hace mucho, apostar hubiera sido ilegal aquí en Caracas, un bastión de la extrema izquierda. Hugo Chávez, el instigador líder populista de Venezuela que murió en 2013, había prohibido los casinos diciendo que causaban una degeneración social comparable a “la prostitución, los vicios y la droga”.
Esos días ya no existen y queda claro para cualquiera que visite Las Mercedes —el bullicioso vecindario al este del centro de la ciudad en donde está ubicado el nuevo casino Humboldt—. “En esta última década, nos hacía falta un lugar así, en el que pudiéramos divertirnos”, dice María Elena Millán, una corredora de bienes raíces de 52 años, antes de dirigirse a la ruleta con su esposo.
Más de dos docenas de torres de oficinas se elevan a los costados de las estrechas calles de Las Mercedes. En la planta baja de la Torre Jalisco de 15 pisos, los transeúntes pueden maravillarse con tres Ferraris rojos en exhibición en un concesionario. El Portofino descapotable de cuatro puestos, el más barato, se vende por más de US$200.000, lo que equivale al salario anual de 590 empleados públicos de nivel inicial. Al otro lado de la calle, se está construyendo un edificio de apartamentos. Un folleto anuncia que habrá una piscina en la azotea, un salón de juegos, un gimnasio y un espacio de trabajo compartido. Unos almacenes venden ropa Hermès y Pronovias a la vuelta de la esquina. No muy lejos, una tienda exhibe tacones aguja de US$1.000 de Gianvito Rossi, el diseñador de Milán.
Este consumo conspicuo representa un cambio notable, aún en etapas iniciales y disponible solo para los más ricos en esta nación de 30 millones de habitantes. Hasta hace poco, la economía de Venezuela se consideraba como un caso económico perdido con una hiperinflación que se acercaba a 2.000.000% al año. Su moneda, el bolívar, valía tan poco que los delincuentes ya ni se tomaban la molestia de robarlo y las almas emprendedoras tejían los billetes en artesanías para vender a los turistas por unos pocos dólares estadounidenses. Alrededor de Las Mercedes, las tiendas cerraron y los niños buscaban comida en bolsas de basura.
La transformación del barrio se da tras un sorprendente cambio radical por parte del presidente Nicolás Maduro, el acuerpado ex vicepresidente elegido por Chávez como su sucesor. En los últimos tres años, Maduro ha flexibilizado las restricciones a las empresas, así como los controles y las regulaciones de precios; el año pasado eliminó la prohibición de los casinos.
Lo más significativo sucedió a fines de 2018 cuando Maduro permitió que el dólar estadounidense circulara legalmente. Todos, desde ejecutivos hasta vendedores ambulantes, ahora cargan billetes verdes, lo que podría haber significado la cárcel bajo Chávez. “La dolarización ayudó mucho”, dice Andrea Malavé, gerente general de la tienda Paw3r en Las Mercedes, cuyas camisetas y leggings deportivos son la respuesta venezolana a la marca Lululemon. Malavé recuerda cómo ella y sus siete empleados lucharon para lograr hacer frente a los aumentos de precios. Ahora que la inflación está bajo control, su negocio prospera. Las camisetas Paw3r, la última tendencia de moda entre jóvenes y deportistas, están en todas partes. La empresa ahora tiene 30 empleados que trabajan en dos tiendas en el este de Caracas, y hay planes para abrir dos más para fin de año.
Casi todos los datos muestran que la economía está mejorando. El producto interno bruto del país se expandirá entre un 1,5% y un 20%, según el economista que pronostique. La hiperinflación se detuvo oficialmente en enero. Algunos de los seis millones de venezolanos que migraron a otros países de la región en busca de algo, cualquier cosa mejor, han comenzado a regresar a casa.
El sector manufacturero podría crecer 10% este año, si el Gobierno logra estimular el consumo, reducir la competencia de las importaciones, mejorar los servicios públicos y ajustar la política fiscal, dice Luigi Pisella, presidente de Conindustria, la confederación venezolana de industriales más grande del país.
Los inversionistas extranjeros que han evitado el país, en parte porque temen violar las sanciones estadounidenses, han comenzado a visitarlo. Se sienten alentados por las señales de un acercamiento entre Venezuela y Estados Unidos, así como por el aumento de los precios de las materias primas. Venezuela tiene las mayores reservas de petróleo del mundo; es un tesoro que podría volverse más valioso a medida que los países se alejan del petróleo ruso después de su invasión a Ucrania.
Y, sin embargo, el 90% del país aún vive en la pobreza, subsistiendo con tan solo US$30 al mes. Esas relucientes torres de oficinas en Las Mercedes todavía siguen bastante vacías. A Pisella y otros les preocupa que las políticas favorables a las empresas puedan revertirse fácilmente. La industria petrolera estatal languidece por la desinversión. Es más, Maduro ha señalado que la dolarización es temporal. En muchos sentidos, se aferra a la identidad revolucionaria de Venezuela para mantener vivo el legado de Chávez. Apoya al presidente ruso, Vladímir Putin, firma acuerdos petroleros con Irán y defiende a otros izquierdistas latinoamericanos en Cuba y Nicaragua. “Esta estabilización es frágil”, dice Luis Arturo Bárcenas, economista sénior de Ecoanalítica, una empresa de análisis financiero en Caracas. Señala la larga historia de transformaciones económicas fallidas de la región.
En resumen, la economía de Venezuela es innegable y algo similar a una aldea de Potemkin. Puede conducir hacia un nuevo camino, o todo puede desmoronarse con la misma rapidez.
El cambio en Las Mercedes, emblemático de los focos de prosperidad en Venezuela, se debe en gran medida a dos extrañas figuras. Se trata de los economistas ecuatorianos Patricio Rivera y Fausto Herrera, quienes trabajaron para Rafael Correa, expresidente de Ecuador de ideología socialista como Maduro.
El dúo ha estado asesorando a la Administración de Maduro tras bambalinas desde 2019. Han presionado por la adopción del dólar, la reducción del déficit público y la flexibilidad para el sector privado, según personas familiarizadas con sus funciones que pidieron no ser identificadas porque no están autorizadas a hablar en público. Habían establecido algunas de estas políticas en Ecuador, otra economía dolarizada exportadora de petróleo que, como Venezuela, había incumplido sus deudas. Rivera y Herrera no respondieron a solicitudes de entrevista.
“Tienen la experiencia del trabajo que realizaron con un país productor de petróleo que se convirtió en un paria de la comunidad inversora internacional y luego lo revivió para tener acceso al mercado”, dice Hans Humes, director ejecutivo de Greylock Capital Management LLC en Nueva York, cuyas interacciones con Rivera y Herrera datan desde Ecuador.
Tienen oficinas en el Ministerio de Economía y Finanzas y participan en reuniones de alto nivel, contribuyendo en toda decisión financiera. Durante su mandato, el Ministerio pintó sobre los murales que representaban a Chávez y eliminó la parafernalia política, según empresarios que los conocieron allí.
Rivera y Herrera, que no tienen cargos oficiales, trabajan como intermediarios de inversionistas internacionales e industriales venezolanos. Rivera, un tímido tecnócrata enérgico y nervioso, asesora en política monetaria y presupuestos, así como en comunicación con empresas. Herrera, que fue ministro de Economía y Finanzas de Ecuador de 2013 a 2016, ofrece orientación sobre las relaciones con los inversionistas y los acreedores internacionales que se muestran cada vez más dispuestos a negociar los términos de la deuda impaga del país de US$60.000 millones.
Su jefa es Delcy Rodríguez, la vicepresidenta de Venezuela. Rodríguez y su hermano Jorge, presidente de la Asamblea Nacional, ascendieron en las filas del Partido Socialista. Ella se ha convertido en el rostro del ala pragmática del Gobierno. Estudió derecho laboral en París, usa atuendos coloridos hechos a la medida y anteojos grandes, lo que le da más una apariencia de tecnócrata europea que de chavista revolucionaria con boina. Maduro señala que otras en el Gobierno ahora emulan su estilo empresarial y bromea que vienen del “planeta de las Delcy”. Aun así, ella es una de sus asesoras más confiables, y a menudo aparece junto a él en la televisión estatal. En un episodio reciente de un programa de dibujos animados de propaganda —en el que Maduro interpreta al superhéroe Súper Bigote—, el personaje de Rodríguez lo ayuda a matar a un monstruo inflacionario destructivo enviado por EE.UU.
Bajo Rodríguez, y confiando en la asesoría de los ecuatorianos, el Gobierno se ha alejado de las fiscalizaciones y las multas constantes. Eliminó impuestos a miles de productos importados, incluidas las materias primas esenciales para la industria local. En cuestión de meses, los estantes vacíos de las tiendas se llenaron de ítems importados, a menudo vendidos más baratos que los productos locales.
La disponibilidad de alimentos devolvió una sensación de normalidad a partes del país, sofocando cierto resentimiento contra el Gobierno. No obstante, ante problemas económicos subyacentes no resueltos, algunos economistas venezolanos escépticos se refieren a esta disponibilidad como “pax bodegónica”, o paz por supermercados.
Venezuela fue uno de los únicos países del continente americano que redujo drásticamente su déficit durante el pico de la pandemia, desafiando la tendencia mundial. El déficit se redujo del 30% del PIB a menos del 5%, según Luis Oliveros, economista y profesor de la Universidad Central de Venezuela en Caracas. El Gobierno había implementado el tipo de austeridad usualmente impuesta por el Fondo Monetario Internacional, la institución encargada de la estabilidad financiera global.
El giro hacia mercados más libres está provocando el regreso del llamativo consumismo de la Venezuela de los años 1970 —los excesos de la élite que Chávez condenaba—. Al aceptar algunos elementos del capitalismo al estilo estadounidense, Maduro ha avanzado en dos objetivos: poner fin a la crisis financiera de la década de 2010 y mantener a raya a Juan Guaidó, el líder de la oposición respaldado por EE.UU. En 2019, EE.UU. endureció las sanciones económicas, citando un comportamiento antidemocrático y otros abusos en Venezuela, luego de concluir que Maduro había manipulado unas elecciones. Para alentarlo a negociar con la oposición, la Administración del presidente Joe Biden dijo en mayo que aliviaría algunas sanciones.
En todo el país, los residentes han notado un cambio simbólico. En las vallas publicitarias de las autopistas, durante mucho tiempo hubo imágenes en negro de los ojos de Hugo Chávez mirando desde un marco rojo escarlata a los ciudadanos, como si vigilara su legado. La mayoría de los carteles han desaparecido. Esto tiene sentido. Chávez se habría horrorizado con lo que está pasando en Las Mercedes.
Las Mercedes, que surgió de terrenos de cultivo hace un siglo, se convirtió en la década de 1950 en un enclave de clase media de casas unifamiliares al estilo neo vasco: madera y piedra con techos rojos. En la década de 1980, los adolescentes iban allí a escuchar rock latino. Se convirtió en un destino de compras, un distrito compacto a la sombra del cerro El Ávila, donde ahora viven unas 500 personas.
Las fortunas del barrio iban y venían junto con los petrodólares; también se vio afectado por las sanciones, que se aplican a empresas estadounidenses. “Ahí ha habido un boom originado por un dinero que no tenía salida”, dice Marco Negrón, arquitecto y urbanista venezolano que ha investigado el crecimiento de Las Mercedes. “Es muy difícil decir en qué proporción, por una parte, de lavado de dinero del narcotráfico y, por otra parte, de recursos, ahorros de empresas o individuos”.
Las Mercedes sigue siendo un espacio de contrastes. Las torres de oficinas y las boutiques bordean aceras angostas e irregulares y calles de un solo carril propensas a inundaciones. La fuente de energía no es fiable. Hay restaurantes que venden arepas cerca de boutiques europeas de alta costura.
Oscar Ramírez, de 30 años, administra un próspero restaurante de comida rápida, donde la mitad de los clientes pagan y dejan propina en dólares. Junto con su esposa tienen un apartamento pequeño pero no cuentan con ahorros. Aunque algunos de sus amigos y familiares han regresado, otros permanecen en Colombia y Perú. “La inflación no se ha acabado para nada”, dice. “La economía de Venezuela no se ha arreglado. Hay demasiadas cosas pendientes por arreglar, empezando con el servicio de agua y electricidad”.
En la Calle Nueva York, el exclusivo Tolón Fashion Mall vende bolígrafos Montblanc y iPhones. Marcas internacionales, muchas de Europa —algunas de las cuales se habían retirado recientemente del país—, están preguntando por espacios, dice Horacio Velutini, director ejecutivo del Fondo de Valores Inmobiliario SACA, el fondo propietario del centro comercial. Velutini está desarrollando un bulevar que se extenderá desde la plaza principal hasta el centro comercial. “Esos dos mundos convergen en el mismo lugar”, dice. “Tendrías el perro caliente que cuesta US$1 pero hay una persona que en la tienda de enfrente se compra un reloj de US$150.000”.
Un jueves por la noche a principios de mayo, la esposa de un legislador chavista se encuentra en un restaurante del Centro Financiero Madrid y viste un atuendo complementado con un bolso cruzado Chanel negro. A la 1 a.m., parqueros devuelven enormes camionetas a los comensales que salen del restaurante. Otros solo llegan para ir al club en el entrepiso del edificio. Algunos pasan por el carrito de perros calientes El Resuelve. “Ha traído más vida, gente en las noches”, dice el vendedor, Ramón Rojas, de 39 años, señalando el edificio de 16 pisos. “La calle ha venido mejorando, poco a poco”. Un Ferrari 458 Spider rojo pasa frente a restaurantes mexicanos y japoneses mientras melodías de karaoke invaden el aire.
Los domingos por la mañana, clientes de la pastelería Azu piden medialunas de almendras a US$7. La familia Evans abrió la tienda en noviembre de 2020. María Evans estudió cocina en Madrid y aprendió a hornear viajando por Europa. Incorpora ingredientes de la Amazonía. La familia comenzó con cuatro mesas y ahora tiene 30 y puede atender a 120 clientes. “La gente está consumiendo más, quieren vivir experiencias agradables dentro del país”, dice su primo Alejandro, quien administra el restaurante. “Antes se iban a Miami, ahora pueden hacerlo aquí”.
Cerca, Ilana Chávez y su esposo ofrecen un brunch al estilo estadounidense en su restaurante, Marguerite. Con jazz francés de fondo, unos 50 comensales se sientan en mesas con coloridas vajillas de cerámica. Una comida suele costar US$20 dólares, aproximadamente las tres cuartas partes del salario mensual de un funcionario público. “La gente puede darse un gusto”, dice Chávez. “Las cosas están cambiando, la gente va para Marguerite a deleitarse con un postre, cuando antes no lo hacían. Estábamos en caída y ahora estoy viendo un poquitico de luz”.
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