Bloomberg — La carrera por la presidencia de Brasil se está calentando. Después de estar rezagado durante meses con respecto al expresidente izquierdista Luiz Inacio Lula da Silva, el presidente Jair Bolsonaro está cerrando la brecha en las encuestas. Se avecina una pelea atroz y un resultado potencialmente ajustado en octubre podría representar la prueba más dura para Brasil en más de tres décadas de democracia.
Es probable que la democracia de Brasil sobreviva al 2022. Pero los esfuerzos de Bolsonaro para llevar militares al gobierno, y su agitación, desinformación y socavación repetida de la confianza pública en elementos básicos como el sistema de votación plantean preguntas preocupantes sobre el daño potencial de largo plazo a las instituciones de Brasil. El preocupante precedente establecido en Washington es un recordatorio de que incluso si el “Trump de los trópicos” finalmente se retira a la oscuridad sin una potencia política conservadora detrás de él, aún puede proyectar una sombra larga y perturbadora.
Por ahora, esta es la elección de Lula para perder. Desde su regreso triunfal a la palestra el año pasado, luego de que sus condenas por corrupción fueran anuladas por motivos procesales, el exlíder ha sido el favorito, eligiendo al exgobernador de Sao Paulo Geraldo Alckmin como compañero de fórmula para tranquilizar a las élites empresariales, y sacando provecho de su perdurable popularidad entre los votantes más pobres. El ex trabajador metalúrgico puede ser un ladrón para muchos votantes más ricos y conservadores, pero sigue siendo un héroe para quienes le dan crédito por iniciativas que cambiaron vidas como Bolsa Familia, un programa de transferencia de efectivo condicional que, junto con el auge de las materias primas, ayudó a casi 30 millones de brasileños que escaparon de la pobreza entre 2003 y 2014. Eso difícilmente podría importar más en lo que un comentarista describió como ”la elección del hambre”, con casi una cuarta parte de los brasileños informando que no han tenido suficiente para comer en casa durante los últimos meses.
Mientras tanto, se culpa a Bolsonaro por manejar mal el costo creciente de productos básicos como el arroz y los frijoles, lo que ha llevado a algunas tiendas de la ciudad a cerrar los congeladores de carne. El mandatario enfrenta protestas por la erosión de los salarios incluso en el banco central, que supuestamente lucha contra la inflación. Para algunos votantes, esas preocupaciones eclipsan incluso su desastroso desempeño ante la pandemia, que pasó de negaciones a curas de charlatanería, pasando por ministros de salud, uno de los cuatro, un militar sin capacitación médica, luego dudas sobre las vacunas y acusaciones de corrupción . Las empresas tampoco están encantadas. Bolsonaro y su ministro de Economía, Paulo Guedes, prometieron grandes cambios; han ejecutado relativamente muy poco a parte de un primer intento de reforma de las pensiones.
Y, sin embargo, una encuesta de PoderData la semana pasada , que confirma una tendencia observada entre otros encuestadores, colocó la diferencia en las intenciones de voto de la segunda vuelta en solo 9 puntos porcentuales, con Lula en 47% y Bolsonaro en 38%, por debajo de una brecha de 17 puntos porcentuales a principios de febrero. ¿Por qué?
Como descubrí en viajes por Brasil el mes pasado, Bolsonaro está decaído pero no necesariamente fuera. La importancia de cuestiones básicas como los salarios erosionados por la inflación significa que iniciativas como su Auxilio Brasil, una versión renombrada de Bolsa Familia, además de otros gastos derrochadores que complacen a la multitud, aún podrían atraer a algunos votantes indecisos. Y aunque su tasa de rechazo es notablemente alta (más de la mitad de los electores dice que no votará por él de ninguna manera), también lo es la de Lula, con un 37%, según la misma encuesta.
Encontré muchos votantes en el árido noreste, un bastión del PT (Partido de los Trabajadores) de Lula y su región natal, que esperan que el regreso del ex sindicalista reavive la prosperidad de la década de 2000, una época de aumento de ingresos y empleos. Un hombre que una vez tuvo hambre entiende, me dijeron repetidamente.
Pero también conocí a muchos votantes educados y adinerados, especialmente en Sao Paulo, que juraron que nunca votarían por el expresidente, incluso si era probable que construyera un gabinete mejor y más favorable al mercado. Citaron preocupaciones sobre la corrupción y la amenaza de un Estado aún más grande. Eso explica en parte por qué la salida de Sergio Moro, el juez de la épica investigación Lava Jato y candidato en tercer lugar, que apeló a los votantes desilusionados de Bolsonaro, parece haber ayudado a Bolsonaro, no a la oposición. No importan las acusaciones que enfrenta la administración.
En Brasilia, en los pasillos del Congreso, encontré amplia evidencia de los principales partidarios del actual presidente, en el lobby agrícola y entre los evangélicos y de su influencia. Poca ideología ata a la multitud de partidos de Brasil, pero estos son poderosos grupos de interés deseosos de mantener a Bolsonaro en el poder. Por supuesto, Bolsonaro también tiene lo que los brasileños llaman “la máquina”, o el aparato estatal y lo está utilizando ampliamente, inaugurando todas las obras públicas que puede y gastando en cada oportunidad.
Lula, por el contrario, ha sido relativamente moderado, su campaña tardó en despegar y le faltaron ingredientes clave, como un vocero en asuntos económicos. Solo este mes, se las arregló para enredarse con los militares (los sacará de la administración) y las clases medias (aparentemente demasiado prósperas). Peor aún, se metió en el tema del aborto, señalando que un sistema en el que el aborto es ilegal perjudica desproporcionadamente a los pobres, por lo que debería ser un asunto de salud pública. Preciso o no, es un mensaje alarmante para los votantes evangélicos conservadores de Brasil.
Todavía es difícil ver cómo Bolsonaro ganará al final. Si lo hace, y faltan meses, será motivo de alarma. Tiene más apoyo legislativo hoy que a principios de su primer mandato y tendrá muchas más oportunidades de erosionar instituciones como el poder judicial, un firme baluarte contra muchos de los excesos y fracasos de su gobierno. No importa el daño que pueda hacer a la Amazonía, la educación y más.
Afortunadamente, un golpe al estilo del 6 de enero también es poco probable. Eso no se debe a la falta de deseo de Bolsonaro, como demostró en el Día de la Independencia de Brasil en septiembre, incitando a sus seguidores y amenazando a las instituciones, sino más bien por la falta de apoyo militar y gracias a la fuerte Corte Suprema; además, sin lazos ideológicos con el presidente, incluso los diputados amigos tienen pocos incentivos para respaldar a un aventurero autoritario por encima de sus propios intereses.
Desafortunadamente, incluso el resultado más realista de una carrera reñida que pierde Bolsonaro es preocupante. Todavía tiene tiempo para hacer mucho daño ambiental y de otro tipo al revisar las reglas para avivar su base; pondrá a prueba los límites presupuestarios y de gasto en este esfuerzo por ganar votos, en el que la desinformación —incluso con nuevas restricciones y la impresionante vigilancia de las autoridades electorales— corre como la pólvora. Lo más preocupante es que habrá divisiones más profundas, independientemente de quién gane en octubre. Tal polarización bien puede hacer que las reformas que la economía necesita con urgencia, desde la simplificación de los impuestos hasta la reducción del tamaño y el costo del sector público, sean casi imposibles.
Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial o de Bloomberg LP y sus propietarios.
Este artículo fue traducido por Miriam Salazar