Los conejos fueron víctimas de la epidemia más mortífera de la historia reciente (un ataque de guerra bacteriológica, en serio) con un virus que acabó con más del 99% de los 100 millones de conejos que habitaban Australia en 1950. Sin embargo, el virus no “ganó”: tanto el virus como los conejos siguen existiendo hoy en día y continúan influyendo mutuamente en su evolución.
Los científicos pueden aprender mucho de los conejos australianos sobre el futuro a largo plazo del Covid-19. Ese futuro depende de cómo evolucione el virus. Y aunque la biología evolutiva no puede predecir con exactitud cómo evolucionará, sí puede plantear algunas posibilidades. Los virus no sólo pueden cambiar su transmisibilidad y virulencia, sino que pueden alterar la forma en que se introducen en las células, empezar a infectar diferentes partes del cuerpo o encontrar nuevas formas de evadir el sistema inmunitario de un animal.
El caso de los conejos australianos es especialmente instructivo. Los conejos europeos, traídos a Australia por los humanos, invadieron el país y devoraron sus tierras de cultivo. En un intento desesperado por remediar el problema, los científicos que trabajaban con el gobierno australiano liberaron un virus llamado mixoma, que es endémico en otros animales y que se pensaba que era improbable que diera el salto a los humanos.
“Fue el mayor y más devastador brote de virus para cualquier vertebrado que conozcamos”, dice Andrew Read, biólogo evolutivo de la Universidad de Penn State que estudia los patógenos y sus huéspedes. “El virus era extremadamente virulento... mató al 99,9% de los conejos”.
Pero unos pocos conejos portaban una combinación ganadora de genes que les permitía sobrevivir al ataque. Sus descendientes, armados con una mejor resistencia, permitieron que la especie se recuperara, aunque los conejos nunca han alcanzado el número que tenían antes.
El virus del mixoma engendra continuamente nuevas variantes, y al principio hizo que estas infecciones parecieran más leves. Pero luego la enfermedad se volvió más mortífera y empezó a matar de otra manera: suprimiendo el sistema inmunitario de los animales. Al final, los conejos y el virus llegaron a un punto muerto.
En la pandemia de Covid-19, ha sido difícil cuantificar cuánto han cambiado las nuevas variantes del SARS-CoV-2 en su virulencia intrínseca y su transmisibilidad, porque hay múltiples cosas que cambian a la vez: el virus evoluciona mientras nosotros ganamos diferentes grados de inmunidad a través de las vacunas y las infecciones anteriores.
Con los conejos, sin embargo, fue posible distinguir los cambios en el virus de los cambios en la resistencia del huésped sometiendo a los conejos de laboratorio, que no habían tenido la oportunidad de evolucionar la resistencia, a la iteración más actual del virus. El efecto fue brutal. El virus se había vuelto claramente más letal que la versión de los años 50, matando a los conejos de laboratorio al causarles una inmunosupresión masiva e infecciones bacterianas incontroladas. Los científicos también pudieron infectar a conejos salvajes con las variantes más antiguas del virus, demostrando que se habían vuelto mucho más resistentes que la población de 1950.
Una diferencia importante entre esa pandemia y la nuestra es que los conejos están cambiando por medio de la evolución, ya que se reproducen tan rápidamente, y los cambios se producen principalmente en un componente del sistema inmunitario llamado inmunidad innata. Se trata de una primera línea de defensa, que combate todos los patógenos, a diferencia de la segunda línea de defensa, más específica, denominada sistema inmunitario adaptativo, que utiliza anticuerpos y células inmunitarias para combatir un virus específico u otro patógeno.
Por eso los conejos de laboratorio, que no habían desarrollado resistencia, murieron por infecciones bacterianas tras infectarse con el mixoma posterior. El virus estaba desactivando la inmunidad innata que necesitaban para combatir otras infecciones. Los conejos salvajes habían desarrollado una inmunidad innata mejorada, principalmente a través de la producción de unos compuestos llamados interferones, pero el virus sigue siendo cada vez más mortífero, y los conejos se han adaptado haciéndose cada vez más resistentes.
A diferencia de los conejos, nosotros estamos luchando contra la pandemia de SARS-CoV-2 principalmente con esa segunda línea de defensa: la inmunidad adaptativa. Para ir un paso por delante del virus, los científicos intentan averiguar qué nuevos trucos podría utilizar la próxima variante del SARS-CoV-2. “Si se observa la larga lista de trucos que tienen los virus para evadir la inmunidad, hay mucho margen, mucho más allá del simple cambio de forma de la proteína de la espiga”, dijo Read.
Ómicron ha abierto los ojos de los científicos a la posibilidad de que el SARS-CoV-2 pueda lanzar variantes radicalmente diferentes que se comporten de nuevas maneras una vez dentro del cuerpo humano. Ómicron parece afectar al sistema respiratorio superior en lugar del inferior, y ha cambiado el sistema que utiliza para entrar en las células.
Ahora existe una fuerte presión evolutiva para que cualquier nueva variante que evada los anticuerpos generados por las vacunas o la infección con variantes anteriores. Read dice que también le preocupa que una nueva variante pueda desactivar nuestros sistemas inmunitarios innatos de la misma manera que lo hizo el virus del mixoma en los conejos.
Pero ése es el peor de los casos, y esos conejos no tienen vacunas ni un arsenal de antivirales cada vez mejor (también tienen una especie ostensiblemente más inteligente, nosotros, que intenta matarlos activamente). Hay muchas posibilidades más optimistas, incluyendo nuevas variantes del SARS-CoV-2 que son menos mortales, más parecidas a los coronavirus que causan los resfriados comunes.
Lo importante es que los científicos y las autoridades de salud pública permanezcan atentos a las nuevas variantes y a los focos de formas inusuales de la enfermedad, y que todos aceptemos que el virus podría seguir siendo inestable y cambiante durante los próximos meses.
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Este artículo fue traducido por Andrea González