Durante más de medio siglo, las empinadas montañas que separan la capital de Venezuela de la costa caribeña han estado protegidas de cualquier nueva construcción, incluso cuando los barrios marginales se extendían por las montañas cercanas y la población de Caracas aumentaba. Pero en los últimos años, los estándares ambientales han quedado de lado, y las montañas de El Ávila se han convertido lentamente en un patio de recreo para los nuevos ricos del país.
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Los terrenos del parque nacional están dando paso a casonas que violan normas destinadas a mantener el carácter tradicional de los pequeños poblados enclavados en el parque. En el pueblo de agricultores de Galipán, se construyeron cuatro nuevas mansiones en 2019. Para 2021, había 16, y muchas más en construcción.
Si bien la amenaza de urbanización de las áreas protegidas no es un fenómeno nuevo, la justificación del Gobierno nacional de Venezuela es única. El presidente, Nicolás Maduro, está renovando su impulso para aprobar una Ley de Ciudades Comunales a través de una Asamblea Nacional que controla su partido y tiene la mira puesta en El Ávila. Hablando a fines del año pasado desde Galipán, usó el nombre indígena para las montañas, diciendo: “Constituiré en el Waraira Repano la primera ciudad comunal del país, en la historia de Venezuela”.
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El plan está envuelto en la retórica del chavismo: un proyecto para el bien común. Pero los observadores lo ven como un movimiento para subvertir la Constitución de Venezuela, tomar el control de los pueblos en áreas protegidas y legalizar la ocupación de la montaña que ya está sucediendo. Según los galipaneros de toda la vida, los recién llegados a su pueblo son funcionarios de rango medio y alto del Gobierno venezolano.
Elides Sulbarán, ingeniero forestal con maestría en planificación territorial y exempleado del Instituto de Parques Nacionales, considera que la propuesta de ley “es ilegal, inconstitucional y es una forma de minimizar hasta desaparecer, en principio el municipio, y después el estado”, advirtió Sulbarán.
Maduro ha impulsado la idea de un Estado comunal durante casi una década. El 20 de octubre de 2012, pocos días después de ganar sus últimas elecciones presidenciales, Hugo Chávez le encomendó al entonces vicepresidente Maduro una misión: crear comunas, el núcleo de un Estado comunal. El plan ya había sido rechazado en un referéndum constitucional de 2007. “¡Comuna o nada!”, gritó Chávez durante una reunión televisada, luego de reprochar a sus ministros no haber leído un libro sobre las comunas de la China de Mao Tse-Tung que les había dado antes.
En realidad, dicen los expertos, la última encarnación de este plan, junto con otros cambios regulatorios esperados, permitiría a los chavistas bien conectados eludir las regulaciones ambientales actuales para construir casas en las montañas, y amenazar más de seis décadas de estado protegido para El Ávila.
“Es una política que se está dando en todo el país para crear espacios de privilegio, proyectos turísticos para gente con mucho dinero”, dijo el sociólogo Emiliano Terán, coordinador del Observatorio de Ecología Política de Venezuela. “Los parques nacionales tienen áreas delicadas y una función en la expansión urbana. También protegen las fuentes de agua del país”.
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Con esta política “demoledora”, ya se están afectando las cuencas hidrográficas en algunas zonas por el desvío de los ríos, dice Terán, y existe un riesgo potencial para la fauna y flora autóctonas.
El ministro de Ecosocialismo y presidente del Instituto de Parques Nacionales, Josué Lorca, no respondió a las solicitudes de comentarios.
Casas tradicionales
Al abogado Richard Pérez, de 46 años, el plan de Maduro le afecta de manera personal. Heredó una propiedad familiar en El Ávila que ha estado en la familia por dos siglos.
“Pretenden borrar de un plumazo el área de protección del parque nacional. Con la aprobación de la Ley de las Ciudades Comunales, ocurriría una expropiación tácita”, dijo Pérez, aferrado a los documentos legales que acreditan la propiedad de su vivienda. Desde su tradicional y sencilla casa de Galipán, mira hacia el búnker que construyó su nuevo vecino después de derribar la casa de uno de sus familiares. “Están haciendo construcciones muy grandes, algunas incluso con concreto armado”, dijo. “Están dañando el ecosistema de Galipán”.
Según la ley venezolana, solo los nativos como Pérez y sus herederos pueden vivir en cualquiera de las aproximadamente 1.000 casas de Galipán. Nadie es dueño del terreno, solo de la casa que se encuentra en él, que por ley no puede ser de veraneo y tiene que seguir unas características y materiales específicos: de una sola planta, con una altura máxima de 3,5 metros y adornada con techos de tejas y pisos de cemento.
Pero esas reglas no han detenido a los camiones que transportan materiales de construcción por una carretera recientemente renovada que conecta Caracas con Galipán, mientras soldados militares y guardaparques montan guardia.
“Benjamin Franklin soluciona todo por aquí”, es un chiste que suelen repetir los lugareños para referirse a la facilidad con que se eluden las leyes.
De hecho, más “Franklins” están circulando en Galipán. Los obreros de la construcción reciben al menos US$8 por día de trabajo, y algunas construcciones demoran más de cuatro meses, según los trabajadores. En comparación, un mes completo de trabajo le haría ganar al obrero de la construcción promedio en Caracas US$80, según una encuesta del Observatorio de Finanzas liderado por la oposición.
Algunos, como el agricultor Julio González, de 54 años, no se deslumbran con las sumas de seis dígitos que algunos de sus vecinos tradicionales están ofreciendo por sus propiedades. “Nací y crecí aquí. De aquí nadie me saca, ni siquiera por un millón de dólares. El dinero se acaba”.
También hay otros signos de cambio: el ciclismo de montaña, que está prohibido, se ha convertido en un deporte regular practicado por algunos de los nuevos habitantes y visitantes. Se reactivó un plan para construir un teleférico que se extendería desde la cima de la montaña hasta la costa del Caribe, esta vez, a través de sectores de Galipán. Para prepararse para el proyecto, los residentes dicen que han sido expulsados de sus hogares y que han enviado tractores para derribarlos. Otros que se opusieron al plan dicen que fueron amenazados por las fuerzas de seguridad.
Felipe Díaz, un agricultor de 74 años que ha vivido en la zona durante siete décadas, dijo que le ofrecieron materiales de construcción si dejaba de oponerse al proyecto. Él se negó. “No voy a renunciar a mi paz por unas planchas de zinc”, dijo. En cambio, ayudó a organizar una campaña de firmas que efectivamente detuvo la construcción. Los organizadores proponen a las autoridades utilizar una ruta antigua que sería menos dañina para el pueblo.
Muchos residentes que firmaron esa petición ahora se están organizando para oponerse a la ley que crearía ciudades comunales. Decenas de ellos se reúnen semanalmente, invitados por el también galipanero Carlos Molina. Uno trae café, otro azúcar, para calentarse mientras las temperaturas bajan a medida que las reuniones se alargan hasta la noche. Molina explica el alcance de la ley a sus preocupados vecinos y responde preguntas. “¿Nos van a expropiar nuestras casas?” “¿Qué viene después de la ciudad comunal?” Hace todo lo posible por responder.
“Si ya como vemos nosotros que hasta el momento se han hecho una cantidad de obras, de intervenciones en el parque nacional Waraira Repano, desconociendo el reglamento del parque, las leyes ambientales, la Constitución, imagínate con una Ley de Ciudades Comunales: sería patente de corzo para llevar adelante desarrollos impensables”, dijo Molina después de una de esas reuniones a principios de noviembre.