Bloomberg Opinión — El actual enfrentamiento entre Rusia y Occidente deja perplejos a muchos críticos de la política exterior estadounidense. ¿Por qué, se preguntan, Estados Unidos no accede sencillamente a algunas de las exigencias del presidente ruso Vladimir Putin, reconociendo que Ucrania nunca entrará en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y aceptando una esfera de influencia rusa en la antigua Unión Soviética?
La respuesta está más arraigada en la historia de Estados Unidos de lo que muchos observadores creen. Para bien o para mal, la política de Estados Unidos se ha caracterizado durante mucho tiempo por su oposición a las esferas de influencia hostiles. Ese proyecto alcanzó niveles triunfales durante la época de la posguerra fría, pero hoy está siendo puesto a prueba con dureza.
Durante gran parte de la historia registrada, las esferas de influencia han sido un área normal de los asuntos globales. Las grandes potencias suelen tratar de forjar dominios privilegiados como forma de controlar los acontecimientos cercanos a sus fronteras y mantener a raya las amenazas.
Estados Unidos no es una excepción: En su camino hacia el estatus de superpotencia, expulsó gradualmente a las potencias europeas del Caribe y de América Latina. “Estados Unidos es prácticamente soberano en este continente”, declaró el Secretario de Estado Richard Olney en 1895, “y su voluntad es ley en los temas a los que limita su interposición”.
Sin embargo, Estados Unidos tenía una actitud diferente hacia las esferas de influencia de otros países. En el siglo XIX y a principios del XX, los funcionarios estadounidenses trataron de evitar que China fuera troceada por potencias extranjeras. En la Primera Guerra Mundial, Washington luchó para evitar que la Alemania Imperial dominara territorios que iban desde Europa del Este hasta el Canal de la Mancha. En la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos luchó para evitar que la Alemania nazi y el Japón imperial se apoderaran de dominios aún más extensos.
Incluso durante la Guerra Fría, Estados Unidos desafió al bloque soviético en Europa del Este: Aunque el uso de la fuerza estaba descartado, Washington utilizó las acciones encubiertas, la guerra de la información y otros medios para socavar el control de Moscú.
Esta hostilidad a las esferas de influencia se debía a varios de los rasgos diplomáticos más destacados de Estados Unidos. El deseo de mercados y recursos en naciones extranjeras llevó a los estadounidenses a temer las consecuencias económicas de un mundo dividido. El interés por la democracia y los derechos humanos no siempre llevó a Estados Unidos a comportarse noblemente en su propio vecindario, pero sí hizo que los estadounidenses se mostraran reticentes a tolerar el control autoritario de otras regiones.
Desde un punto de vista estratégico, a los estrategas estadounidenses les preocupaba que los poderosos rivales utilizaran las esferas de influencia regionales como trampolines para la agresión global. Y no menos importante, el sentido de excepcionalidad de Estados Unidos (su convicción de que Estados Unidos utilizaba el poder de forma más benévola que otros Estados) aliviaba cualquier sentimiento de culpa por la aparente hipocresía de negar a otros lo que Estados Unidos reclamaba para sí.
El proyecto antiesferas de Estados Unidos alcanzó su punto álgido tras la Guerra Fría. El bloque soviético ya no existía. Washington poseía unas ventajas económicas y militares tan masivas, junto con una red global de aliados, que podía impedir que incluso los países grandes extendieran su dominio sobre las naciones vecinas.
Para demostrarlo, el Pentágono envió dos portaaviones en 1996 para evitar que China amenazara a Taiwán. Estados Unidos también amplió la OTAN a Europa del Este para protegerse de la creación de un imperio ruso revigorizado. Nada menos que Joe Biden, entonces vicepresidente de Barack Obama, declaró en 2009 que “no reconoceremos -no reconoceremos- a ninguna nación que tenga una esfera de influencia”.
Biden tiene sin duda razón en que Estados Unidos se beneficia de un mundo sin esferas. Gran parte del mundo, por lo demás, parece estar de acuerdo: Es sorprendente que tantos países, desde los aliados de Estados Unidos en el Pacífico hasta los países bálticos y otros en Europa, estén dispuestos a cortejar la influencia de Estados Unidos para evitar ser coaccionados por sus rivales más cercanos.
Esta historia también ayuda a explicar por qué Estados Unidos no está dispuesto a cerrar la puerta de la OTAN a Ucrania y conceder a Moscú poder de veto sobre las decisiones geopolíticas de sus vecinos. Eso representaría un regreso al mundo más oscuro y peligroso que los funcionarios estadounidenses han intentado superar durante mucho tiempo.
Sin embargo, lo que parecía relativamente fácil en el apogeo del predominio de Estados Unidos después de la Guerra Fría parece hoy dramáticamente más difícil. La Rusia de Putin ha vuelto a desarrollar la capacidad militar para subyugar a Ucrania y a otros Estados no alineados en sus fronteras. Putin ha emprendido esfuerzos, en el espacio de 15 años, para reafirmar la primacía regional de Rusia, incluso invadiendo países como Georgia que se resistían a su influencia.
Hoy, el gobernante ruso amenaza esencialmente con destruir a Ucrania en lugar de permitirle trazar su propio destino geopolítico.
Estados Unidos, a su vez, ha prometido imponer enormes costes económicos y diplomáticos a Putin si cumple esta amenaza, quizá no frustrando físicamente una invasión de Ucrania, pero sí haciéndola poco rentable e irrepetible. Ese esfuerzo, como escribí la semana pasada, probablemente conducirá a un tenso y prolongado enfrentamiento entre Washington y Moscú, con una coerción continua y la posibilidad de una escalada en Europa del Este y más allá.
La determinación de Estados Unidos de negar a Rusia una esfera de influencia autocrática se enfrenta ahora a la determinación de Putin de crearla. Lo que significa que los costes y los riesgos asociados a este aspecto de la política de Estados Unidos, que se ha mantenido a lo largo del tiempo, están a punto de aumentar.
Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial o de Bloomberg LP y sus propietarios.
Este artículo fue traducido por Andrea González