Bloomberg — En español, la palabra “vecindad” significa vecindario, de forma neutral e inespecífica.
En México, sin embargo, tiene un significado más amplio: una especie de vivienda donde apartamentos individuales rodean un patio central y en la que los residentes a menudo comparten algunas instalaciones como baños y cocinas.
En el siglo XX, este tipo de vivienda se convirtió en un elemento central de la concepción popular mexicana, así como un símbolo puntual de la historia colonial del país. Las vecindades, que en un inicio se originaron como ostentosas construcciones españolas influenciadas por la cultura y tradición indígena existente, más tarde, se vaciaron de habitantes europeos aristocráticos y fueron finalmente ocupadas por la clase trabajadora de México.
La historia de estas estructuras en Ciudad de México es rica y profunda; las vecindades han sido testigo de la historia sobre el desarrollo de la ciudad hasta convertirse en una megalópolis, sin mencionar los innumerables cambios económicos y políticos del país, a veces sísmicos, que han ocurrido desde el siglo XVII.
Hoy en día, la presencia de las vecindades en la ciudad ha menguado, y aquellas que aún permanecen en pie a menudo se encuentran en muy mal estado; pero siguen significando algo para el paisaje urbano y para muchas personas que viven en ellas, para quienes las antiguas construcciones forman una parte nostálgica, pero esencial, de la identidad mexicana.
Vivienda para la élite
Los edificios que eventualmente se convertirían en vecindades comenzaron a construirse en el siglo XVI en el centro histórico de Ciudad de México, justo después de la llegada de los colonos españoles.
Durante el dominio español, familias adineradas construyeron grandes casas en un estilo andaluz clásico, con habitaciones que abarcan varios pisos que rodean un patio al aire libre, un descendiente del Atrio Romano que puede haber desarrollado una forma más conscientemente aislada debido a la influencia de la arquitectura islámica en España. Esta estructura mantenía el espacio fresco, fomentando el flujo de aire entre las habitaciones de la casa. Este diseño del espacio se volvió también popular entre los conventos, hospitales y escuelas de la iglesia Católica.
Los inmuebles, por lo general de entre dos y cinco pisos de altura, contaban con ventanales que daban hacia el hacia el patio interior, dice José Castillo, arquitecto y urbanista de Ciudad de México. Las vecindades solían construirse en lotes muy estrechos, de unos 10 metros de ancho, y con materiales como piedra compacta o ladrillo.
Las habitaciones en sí también tendían a ser estrechas, alrededor de 3 metros cuadrados, aunque con techos altos como técnica de enfriamiento. Si bien algunas de estas mansiones con patio eran sencillas, muchas otras tenían fachadas de piedra y relieves intrincados u otros elementos decorativos, incluidos retratos que representaban a antiguas familias españolas o figuras religiosas, que denotaban la riqueza de sus propietarios. Este modelo continuó hasta finales del siglo XVIII, del que datan muchas vecindades.
La agitación política y social en México provocaría que estas no estuvieran destinadas a permanecer como residencias para la élite o como propiedad de la Iglesia por mucho tiempo. El siglo XIX trajo la industrialización y el colapso del pasado mayoritariamente rural del país, lo que llevó a miles de personas a emigrar a las ciudades, en particular a la capital, en busca de trabajo.
Los ricos comenzaron a huir del centro de la ciudad, mientras que las Leyes de Reforma de mediados del siglo XIX nacionalizaron las propiedades de la Iglesia. Poco a poco, estos edificios comenzaron a vaciarse y ser ocupados por familias de clase trabajadora, en tanto que las habitaciones alrededor de los patios eran las únicas viviendas asequibles para ellos.
Íconos culturales
Los recién llegados dormían en condiciones de hacinamiento, con varias personas ocupando habitaciones que originalmente estaban destinadas a ser dormitorios únicos. Si bien en décadas más recientes, los residentes han agregado instalaciones en el interior que les permiten cocinar y lavarse, además de entrepisos que crean espacio adicional, las vecindades originalmente carecían de comodidades privadas, lo que convirtió al patio central en un centro para las actividades diarias.
Esa configuración creó una forma de vida profundamente comunitaria para los habitantes: las relaciones con los vecinos se volvieron tan complejas, implicadas y profundas como las de la propia familia.
Es este carácter semicomunal el que dio nombre a las vecindades, cuya etimología, explica Castillo, proviene de la palabra “vecino”, y agregó que el término se relaciona con el hecho de que esta es menos una tipología arquitectónica, y más una forma de vida comunitaria o social.
Si bien las vecindades eran refugios relativamente asequibles para los migrantes rurales, aún incluso en este espacio democrático y comunal existían jerarquías. Para evitar largos escalones, las familias buscaban los apartamentos más cerca de la planta baja, señala Castillo, aunque no en la planta baja en sí, que solía recibir poca luz y estar expuesta al ruido y las actividades del patio.
En vecindades con múltiples patios internos, se consideraba deseable vivir en el más cercano a la calle (de ahí las referencias en la cultura popular mexicana a “el quinto patio”, como sinónimo de pobreza).
Estos arreglos de vivienda comunitaria son de hecho comunes en América Latina, aunque con diferentes nombres: conventillos en Buenos Aires, quintas en Perú y así sucesivamente. Pero a pesar de su ubicuidad en las Américas, las vecindades mexicanas se convirtieron en una insignia de identidad claramente local.
Aunque muchos consideraron las vecindades de Ciudad de México sin tener en cuenta la pobreza de los residentes y las percepciones sobre la salubridad y el crimen, estas se volvieron un sinónimo de una idea particular de México y nostalgia por un cierto período de su historia.
“Existe esta mística” en torno a las vecindades, dice Celia Arrendondo, profesora emérita de arquitectura en el Tec de Monterrey en Monterrey, México. “De los romances que allí suceden, de la matriarca de la vecindad cuidando a los niños, de la gente que viene a pedirle consejo y comida. De compartir baños y áreas donde hacen el lavado, y eso es algo que crearía comunidad”.
Estas relaciones entre quienes las habitan han hecho de las vecindades un lugar al que la cultura mexicana regresa con frecuencia, en forma de películas, programas de televisión, telenovelas y canciones que las celebran y forman parte de cómo México se visualizó a sí mismo en el siglo XX.
Durante la Época de Oro del cine mexicano (que abarca desde la década de 1930 hasta finales de la de 1960), películas como Nosotros los Pobres, El Quinto Patio, Casa de vecindad y El rey del barrio ayudaron a crear una imagen nacional de la vecindad y sus habitantes: una comunidad muy unida donde trabajadores, matriarcas familiares y personalidades excéntricas formaban una comunidad que luchaba, amaba y se apoyaba mutuamente y, a menudo, soñaba con eventualmente irse de ahi.
Este arquetipo finalmente se trasladó a la televisión. Cuando la serie de cómics El chavo del ocho, debutó en 1973, se convirtió en un programa icónico en América Latina por su interpretación de un prototipo de grupo heterogéneo de vecinos de una vecindad: el niño huérfano, el niño engreído y su altiva madre, el gentil anciano a cargo del correo, la espeluznante soltera apodada por sus vecinos “La bruja del 71”.
Decadencia y destrucción
Muchas de esas viejas historias que representan comunidades de vecindad ficticias continúan vigentes. Las vecindades de la vida real, sin embargo, son una historia diferente. A medida que la ciudad ha cambiado alrededor de estos edificios históricos, el número de vecindades ha disminuido y muchas están ahora en tan mal estado que sus residentes están sujetos a vivir en condiciones miserables.
Este declive ha ido dominando constantemente durante casi un siglo. La caída gradual de las vecindades en mal estado se aceleró en la década de 1940 cuando entraron en vigencia sucesivas leyes destinadas a congelar las rentas, lo que provocó que los propietarios dejaran de realizar el mantenimiento esencial.
A medida que la ciudad crecía (el número de habitantes saltó de 1,6 millones en 1940 a 3,4 millones en 1950), las vecindades existentes simplemente no tenían la capacidad de acomodar a las masas de personas que migraban a la ciudad para trabajar. Frente a la aguda escasez de viviendas, la ciudad construyó una alternativa más allá del centro de la ciudad a finales de la década de 1940: proyectos de viviendas modernistas de gran altura, en particular los Multifamiliares de Mario Pani inspirados en las ideas de Le Corbusier, que priorizaban la densidad y el espacio verde, convirtiendo las vecindades en una opción aún más de último recurso.
Después del catastrófico terremoto de 1985, que redujo gran parte del centro histórico a escombros, muchas vecindades quedaron en peor estado, prácticamente a punto del derrumbe.
Las largas décadas sin una importante remodelación del centro tuvieron efectos negativos en la condición de las vecindades, pero también preservaron el carácter del centro histórico por más tiempo en comparación con otras partes de Latinoamérica.
“Lo que hace que Ciudad de México sea diferente, es que no hubo una especie de renovación o remodelación masiva del centro de la ciudad en el período entre los años 50 y 70, lo que sucedió en la mayoría de las otras ciudades latinoamericanas”, señaló Diane Davis, profesora de planificación regional y urbanismo en la Harvard Graduate School of Design. “Después del terremoto de 1985, hubo esfuerzos para revitalizar el mercado inmobiliario, pero este no se extendió hasta arrasar por completo el centro de la ciudad”.
La existencia continua de formas de viviendas densas y de bajos ingresos como las vecindades en el centro de la ciudad, a pesar de una importante reinversión posterior al terremoto, significó que también hubiera una mayor concentración de residentes de bajos ingresos, dice Davis. “Eso no se ve en otras ciudades”, dijo.
Renacimiento
Sin embargo, las cosas han cambiado en la capital mexicana y siguen haciéndolo. Las vecindades de la Época de Oro del cine, en la medida en que realmente existieron, son cada vez más difíciles de encontrar. Los edificios que antes se usaban como vecindades ahora se transforman en cafés, tiendas, hoteles o viviendas para personas de ingresos medios, lo que hace que el número de estas que todavía se usa como viviendas de ocupación múltiple se reduzca drásticamente.
Un proyecto fotográfico reciente del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México encontró evidencia de más de 480 vecindades en el centro de la ciudad en 1925. Es difícil encontrar estimaciones de cuántas sobreviven hoy como casa habitación, aunque Castillo estima que el número apenas llega a 100. Mientras tanto, aquellas que sobreviven, a menudo se encuentran en malas condiciones y pueden tener problemas con la delincuencia asociada con el tráfico de drogas.
No obstante, muchas están siendo restauradas, tanto por el Gobierno como por sus propios residentes. Quizás el mejor ejemplo sea la restauración de la calle Manzanares 25, la vivienda más antigua de Ciudad de México, que se cree fue construida entre 1570 y 1600. Durante más de cuatro siglos, fue una vecindad que albergó a familias en su docena de habitaciones con vista a un céntrico patio.
La roca gruesa alrededor de la base de las paredes del edificio y los materiales de construcción, una mezcla de piedras, roca volcánica y adobe, muestran influencias aztecas en el estilo colonial español, dijo a AP el arquitecto Emanuel González en 2018.
Había planes para derribar el edificio antes de que la ciudad se diera cuenta de su antigüedad; ahora, en cambio, se ha visto sometida a una restauración destinada a proteger la estructura. Pero aunque el edificio sobrevivirá, su larga historia como un sitio de viviendas asequibles y una vibrante vida comunitaria aún puede llegar a su fin.
Rosa María Ubaldo López, de ochenta y dos años, nació en Manzanares 25 en 1938, según AP, y vivió allí hasta bien entrada la edad adulta, criando allí a ocho de sus 10 hijos. María está feliz por la restauración, le dijo al medio, recordando su infancia en la vecindad. “Era bonita”, dijo. “Todos nos conocíamos”.
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