Opinión - Bloomberg

¿Sobrevivirá la democracia estadounidense? Así es como se puede saber

En los once meses transcurridos desde que Joe Biden y la escasa mayoría demócrata en el Congreso tomaron posesión del cargo, ha habido indicios de una vida política normal, aunque imperfecta

Protesta 6 de enero
Por Noah Feldman
29 de diciembre, 2021 | 09:30 AM
Tiempo de lectura: 11 minutos

Bloomberg Opinión — ¿Vivimos en 1858 o en 1968?

Es decir, ¿son las divisiones de Estados Unidos tan profundas y las instituciones políticas tan paralizadas que estamos preparados para un colapso similar al de la Guerra Civil? ¿O es la polarización actual el producto de fuerzas sociales en conflicto que pueden reconciliarse gradualmente o reorientarse hacia una competencia electoral más saludable?

En este escenario más esperanzador, incluso hasta si pasamos por un malestar económico al estilo de los años 70 y algún que otro trauma como el de Watergate, resurgimos y entramos en una fase de salud nacional comparativa e incluso de grandeza.

En los once meses transcurridos desde que Joe Biden y la escasa mayoría demócrata en el Congreso tomaron posesión del cargo, ha habido indicios de una vida política normal, aunque imperfecta. Pero la polarización sólo parece aumentar. En el Congreso, incluso lo que deberían ser asuntos rutinarios, como el levantamiento del techo de la deuda, siguen estallando en crisis potenciales sin razón alguna.

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Mientras tanto, la Corte Suprema parece dispuesta a perjudicar su legitimidad revocando el caso Roe contra Wade. Un fallo así no sólo desencadenaría una intensa y prolongada lucha nacional sobre el derecho al aborto, sino que también llevaría a un cuestionamiento más profundo de si el propio tribunal está cumpliendo su función de protector de los derechos fundamentales.

No muy lejos en el fondo, los republicanos a nivel estatal y local se disponen a elegir funcionarios que bien podrían consentir las afirmaciones de Donald Trump de que le robaron unas elecciones que perdió. Si estos funcionarios estuvieran dispuestos a invalidar los resultados de unas elecciones democráticas legítimas, y los candidatos parecen estar sometiéndose a una selección con ese objetivo, la crisis política nacional podría convertirse en existencial.

Si Trump se presentara y perdiera las elecciones de 2024, pero fuera declarado ganador por las legislaturas estatales controladas por los republicanos, podríamos encontrarnos en una crisis constitucional que una Corte Suprema sin legitimidad no podría resolver. Si ganara el voto electoral en 2024 legalmente mientras pierde el voto popular, como hizo en 2016, los progresistas y los liberales podrían salir a la calle para protestar contra el antidemocrático Colegio Electoral, y las protestas, si se encuentran con una reacción policial violenta, podrían volverse violentas ellas mismas.

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En general, soy optimista sobre la resistencia de nuestras instituciones políticas. En la primavera de 2017, dirigiéndome a lo que (erróneamente) pensé que sería la mayor audiencia pública de mi vida, terminé una charla TED sobre el partidismo de la década de 1790 asegurando a todo el mundo que, a pesar de la elección de Trump, “todo va a salir bien.”

Dos años y medio después, en diciembre de 2019, testifiqué ante el Comité Judicial de la Cámara de Representantes sobre la destitución de Trump, diciendo a un público mucho más numeroso que el presidente de Estados Unidos había cometido altos delitos y faltas. Sin embargo, incluso entonces, después de que el Senado se negara a condenar a Trump, seguí siendo optimista de que sería expulsado del cargo, y que no tendría más remedio que irse. Esas cosas sucedieron. Estuvieron cerca de no darse, pero se produjeron.

Al evaluar el desempeño de nuestras instituciones después de la prueba de estrés que fue la presidencia de Trump, mi opinión sigue siendo que nuestra democracia constitucional lo logró gracias a la fortaleza de nuestras instituciones formales. Las normas informales se rompieron mucho bajo Trump, y va a hacer falta más que una sola administración presidencial para reconstruirlas.

Pero el Congreso demócrata hizo lo que pudo para frenar a Trump, incluyendo la impugnación en dos ocasiones. Y los tribunales se opusieron a la mayoría de sus excesos.

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La Corte Suprema impidió que se incluyera una pregunta sobre la ciudadanía en el censo. Impidió que Trump rescindiera la protección a los inmigrantes indocumentados que llegaron a Estados Unidos de niños. No anuló la Ley del Cuidado de Salud a Bajo Precio (la Patient Protection and Affordable Care Act, igualmente llamada Obamacare).

Ante todo, los magistrados rechazaron tajantemente la reiterada invitación de Trump a anular los resultados de las elecciones y hacerle presidente para otro mandato. Esto también es una prueba de resistencia en un sistema que parecía tambalearse.

Sobre la base de estas y otras interpretaciones optimistas de los hechos observados, no es descabellado concluir que nuestra situación actual se parece mucho más a 1968 que a 1858.

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En el período previo a la Guerra Civil, el Congreso no logró resolver la crisis que se avecinaba con un compromiso nacional duradero como los que había logrado en 1820, 1833 y 1850.(1) La disfunción del Congreso llegó a permitir la violencia física en el Senado, donde Charles Sumner, de Massachusetts, fue azotado en 1856 y sufrió lesiones graves permanentes.

El irresponsable James Buchanan había fracasado como presidente a la hora de hacer frente a la ola secesionista. Apoyándose en un dictamen jurídico de su fiscal general, Jeremiah Black, Buchanan acabó declarando públicamente que, aunque la secesión era un acto de revolución, el gobierno federal carecía de toda autoridad para coaccionar a los estados secesionistas a volver a la unión.

Mientras tanto, la Corte Suprema había dilapidado gran parte de su legitimidad al decidir el infame caso Dred Scott contra Sandford, un intento fallido de resolver la continua lucha por la esclavitud en los territorios federales impidiendo al Congreso legislar sobre el tema.

Con la impotencia del gobierno federal, se abrió la puerta a la secesión de los estados del sur. Los funcionarios federales de esos estados dimitieron en masa. Los funcionarios estatales convocaron convenciones de secesión y declararon a sus milicias bajo su propio control o el de la Confederación. Las milicias obedecieron las órdenes de los gobiernos estatales.

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La historia fue diferente en 1968. La extrema acritud política, unida a las profundas divisiones sociales, también condujo a la violencia. Los disturbios en más de 100 ciudades que siguieron al asesinato de Martin Luther King Jr. eclipsaron las protestas y contraprotestas de Black Lives Matter (Las vidas negras importan en español o BLM por sus siglas) del último año y medio.

La razón más importante por la que los disturbios de la década de 1960 no destruyeron el país es que los conflictos sobre la guerra de Vietnam y los movimientos por los derechos civiles y de las mujeres eran generacionales. Pudieron ser resueltos por instituciones que efectuaron tanto un cambio parcial como una cooptación parcial. Eso permitió domar los conflictos y transformarlos en formas más ordinarias de división electoral.

Estados Unidos podía hacer y salir de Vietnam(cambio). La administración de Jimmy Carter no abrazó el pacifismo, pero sí adoptó una política exterior más orientada a los derechos humanos (cooptación). Cuando Ronald Reagan fue elegido y adoptó un enfoque más hawkish (partidario de política monetaria restrictiva) de la Guerra Fría, ese cambio se convirtió en un desacuerdo ordinario y seguro con las doves (partidario de política monetaria expansiva) de la Guerra Fría.

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Tras el asesinato de King, el gobierno federal continuó con su política de acabar con la segregación de jure, adoptada por primera vez en respuesta al propio movimiento de derechos civiles (cambio). El Partido Demócrata institucionalizó el apoyo a la discriminación positiva (cooptación).

Cuando los republicanos de Reagan comenzaron a eliminar esos programas, tanto judicial como legislativamente, la lucha se había convertido en un conflicto electoral normal entre demócratas y republicanos. Ese conflicto podía desarrollarse a través de las elecciones, no a través de la violencia.

En cuanto al conflicto social creado por la revolución sexual, la Corte Suprema legalizó el aborto y estableció el derecho constitucional a la igualdad de sexos en la década de 1970 (cambio). El gobierno de Carter empezó a nombrar a mujeres para puestos importantes del gobierno federal, incluidos los tribunales, y el gobierno de Reagan siguió en gran medida su ejemplo (cooptación).

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Aunque la cuestión del aborto nunca desapareció, y se convirtió en un motor de la alianza que los republicanos forjaron entre católicos y evangélicos, la lucha por las cuestiones de igualdad sexual se convirtió en un debate político ordinario, con ocasionales interferencias judiciales, como en el caso de 1996 sobre si se debía permitir la permanencia de instituciones exclusivamente masculinas como el Instituto Militar de Virginia.

Para cuando el movimiento por los derechos de los homosexuales tuvo su turno en los tribunales en la primera década del 2000, todas las partes entendieron bien el guión, y la transformación de las costumbres sexuales y culturales se produjo sin apenas conflictos sociales ingobernables fuera de las elecciones y los tribunales.

Asalto al Capitolio de los Estados Unidos. Fotógrafo: Spencer Platt/Getty Images

¿Pueden los profundos conflictos sociales de hoy resolverse de forma similar mediante un proceso parecido al cambio, la cooptación y la normalización?

Los conflictos actuales son menos generacionales que los de 1968. Aunque los jóvenes de hoy son más progresistas en general que los mayores, no están unidos por una amenaza como la conscripción o por la adhesión a unas normas sexuales que son notablemente diferentes de las que aceptan sus padres. Tampoco exigen un cambio revolucionario específicamente identificable, al menos no del tipo que pueda ser realizado de forma realista por el gobierno.

Por el contrario, #MeToo (#YoTambién en español) y BLM se oponen a los fracasos de cooptación que surgieron del feminismo de los años 70 y del movimiento de derechos civiles. Señalan que el feminismo no impidió el acoso y las agresiones sexuales, y que la ley de derechos civiles no ha impedido que la policía mate a los hombres negros en los controles de tráfico.

Todo esto hace más difícil que las instituciones cambien en respuesta al activismo o coopten a los activistas. Pero también significa que los propios desafíos pueden desvanecerse como resultado de no tener objetivos concretos en torno a los cuales unirse.

En cuanto a los guerreros de Trump, están unidos menos por una agenda específica de cambio que por una condena de las instituciones existentes. La expresión más extrema de este punto de vista es la creencia de la mayoría de los republicanos -si se puede creer lo que dicen a los encuestadores- de que las elecciones de 2020 fueron robadas y que las de 2024 probablemente también lo serán.

Aquí es donde el peligro del activismo antidemocrático se hace más patente. En 1858, los sureños que consideraban la secesión creían que el sistema constitucional, tal como existía entonces, ya no era adecuado para defender sus intereses. Preocupados por el hecho de que, con el paso del tiempo, se verían rodeados y marginados, prefirieron ir por libre. Para preservar la esclavitud, su solución fue romper el orden constitucional existente.

Si Trump se presenta y no consigue ganar en 2024, ya sea porque no tiene los votos o porque sus partidarios creen que los demócratas “robaron” las elecciones de nuevo, entonces sus seguidores podrían tener un incentivo para subvertir las instituciones del gobierno o incluso atacarlas violentamente, como hizo un grupo marginal el 6 de enero de 2021.

La posibilidad de ese giro hacia la violencia u otro tipo de subversión es la razón por la que no es absurdo que los generales retirados de Estados Unidos pidan educación cívica en las fuerzas armadas. Es la razón por la que los demócratas tienen razón al advertir que existe el riesgo de que los funcionarios locales republicanos recién elegidos sigan a Trump al afirmar que los resultados de las elecciones de 2024 son falsos si pierde.

El objetivo de estas advertencias, sin embargo, es apuntalar las instituciones que están diseñadas para sostener las elecciones y la democracia, para aprovechar su resistencia actual y resistir el fracaso. Ese esfuerzo puede tener éxito, y en mi opinión optimista casi seguro que lo tendrá.

Los funcionarios electorales locales, republicanos y demócratas, fueron de hecho escrupulosamente honestos en 2020. La gente acudió a votar en medio de una pandemia, a pesar de los impedimentos puestos en su camino. Trump, algunos de sus colaboradores, muchos republicanos del Congreso y Fox News intentaron colectivamente romper la democracia. Se quedaron cortos.

Desde un punto de vista institucional, también ayudará el hecho de que, en 2024, un demócrata estará al mando del ejército estadounidense y del Departamento de Justicia. Eso significa que el gobierno federal no estará en los tribunales exigiendo que se anulen los resultados legítimos de las elecciones. El Departamento de Justicia no condenará falsamente los recuentos electorales estatales.

Y el comandante en jefe no ordenará al ejército que impida que su sucesor asuma el cargo. Los peligros institucionales de 2020 se verán mitigados en esa importante medida.

Y por muy lejos que llegue una Corte Suprema activista y conservadora en los próximos dos años y medio, es poco probable que consienta en un intento de robar unas elecciones. Un tribunal de idéntica composición no lo hizo en 2020. Hay una diferencia entre anular Roe y anular la democracia. Lo primero ha sido un deseo conservador durante casi 50 años. Lo segundo es un anatema para los jueces de todas las tendencias. Su propio poder depende de la idea de que las instituciones civiles les obedezcan cuando declaran lo que exige la ley.

Los jueces conservadores ya han obtenido todo lo que necesitan de Donald Trump. Para ellos, es una vergüenza, en particular para sus tres designados, que son conservadores de viejo cuño, no populistas, y ninguno de los cuales ha expresado personalmente creencias o valores trumpianos. Dos de ellos, los jueces Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh, trabajaron en la administración de George W. Bush.

En resumen, no parece que nuestras instituciones políticas se dirijan a un colapso del tipo de 1858. La cuestión más difícil a medio plazo es si la condena de los partidarios de Trump a nuestras instituciones, que no es susceptible ni de cambio ni de cooptación, es lo suficientemente profunda y duradera como para erosionarlas. No pasará mucho tiempo antes de que lo averigüemos.

  1. Esos compromisos eran moralmente defectuosos al proteger la esclavitud, pero funcionaron para mantener unido al país, hasta que dejaron de hacerlo.

Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial o de Bloomberg LP y sus propietarios.

Este artículo fue traducido por Andrea González.