Bloomberg — El día de Navidad, la NASA tiene previsto lanzar el telescopio espacial James Webb. Si tiene éxito, podría alterar la comprensión de la humanidad sobre su lugar en el universo y revitalizar la ciencia y la tecnología estadounidenses. Pero a un costo de unos US$11.000 millones, el nuevo instrumento supone también un riesgo significativo. La NASA no tiene un plan B si falla. Y podría fallar: Cientos de piezas y procesos deben funcionar a la perfección o poner en peligro toda la misión y, potencialmente, hacer retroceder la astronomía en una generación.
La NASA nunca tuvo la intención de arriesgarse tanto cuando comenzó a trabajar en un sucesor del famoso telescopio Hubble a finales de la década de 1990. Esperemos que las lecciones aprendidas durante este tortuoso proceso garanticen que nunca más tenga que volver a hacerlo.
Durante cientos de años, los telescopios han hecho avanzar el conocimiento humano. El perfeccionamiento de Galileo en el siglo XVII revolucionó el estudio de las estrellas. Trescientos años después de su muerte, los científicos estadounidenses contemplaron un nuevo salto tecnológico: un telescopio gigante con base en el espacio que pudiera asomarse a los cielos sin la interferencia de la atmósfera terrestre. Las barreras técnicas eran inmensas, pero en 1990 (casi medio siglo después de su concepción) se lanzó el telescopio espacial Hubble.
Treinta años y muchos descubrimientos después, es fácil olvidar los presupuestos desorbitados, los plazos incumplidos y los problemas técnicos que plagaron el proyecto. Muchos factores llevaron a estos contratiempos, pero quizás el más grave fue la “psicología del Hubble”. Acuñada en un informe de 2018 de los auditores de la NASA, la frase se refiere a la expectativa “de que se dispondrá de fondos adicionales si un proyecto se queda corto”. Ese tipo de pensamiento prevaleció durante el desarrollo del Hubble, ya que los investigadores llegaron a pensar que los logros científicos eclipsarían los problemas de gestión y presupuesto.
La psicología del Hubble también ha preocupado al programa Webb. El objetivo era construir un telescopio infrarrojo revolucionario que pudiera mirar a través del polvo y otros obstáculos hacia los restos del universo más primitivo. En particular, la mayoría de las tecnologías avanzadas necesarias no existían en 2002, cuando la NASA seleccionó los equipos para construir los instrumentos del telescopio (con una fecha de lanzamiento propuesta entre 2007 y 2011). Pero el excesivo optimismo llevó a la agencia a dar prioridad a la ciencia mientras esperaba que el Congreso mantuviera el flujo de dinero para superar cualquier obstáculo técnico.
Esa fue una elección costosa, que llevó a plazos repetidamente inflados y un presupuesto que se ha disparado en un 1.000% desde mediados de la década de 1990. Durante las últimas dos décadas, uno de cada US$3 gastados en astrofísica en la NASA se ha destinado al proyecto Webb. Una revista se refirió a él como “el telescopio que se comió la astronomía”. El atracón no podría haber llegado en peor momento. La astronomía ha estado en una especie de “edad de oro” en los últimos años (con una asombrosa variedad de descubrimientos anunciados en unas pocas décadas) pero su ampliación requerirá nuevos instrumentos. Mientras la NASA siga llevando a cabo programas que rompen el presupuesto, la capacidad de Estados Unidos para seguir liderando el camino se verá limitada.
El mes pasado, las Academias Nacionales publicaron un esperado estudio sobre astronomía y astrofísica que se realiza una vez por década. En él se recomendaba el desarrollo de un nuevo gran telescopio espacial que podría ayudar a estudiar los agujeros negros, la formación de galaxias, los exoplanetas y otros aspectos, con un costo aproximado de US$11.000 millones en 20 años. Y, lo que es más interesante, sugería un “Programa de Maduración Tecnológica de los Grandes Observatorios”, que supervisaría las inversiones en la fase inicial de las tecnologías que constituirán la base de las misiones posteriores, ajustando los conceptos y diseños a lo largo del proceso. Aunque el gasto inicial sería considerable, con el tiempo este enfoque probablemente reduciría los costos, aumentaría la flexibilidad, disminuiría los riesgos y permitiría misiones más frecuentes. En otras palabras: Podría capturar los beneficios del próximo programa Webb minimizando sus inconvenientes.
Mientras el mundo espera el lanzamiento del telescopio Webb con los dientes apretados, es una idea que vale la pena seguir. Durante décadas, Estados Unidos ha estado a la vanguardia de la astronomía y la astrofísica, capacitando a miles de científicos y técnicos y produciendo tecnologías derivadas que han sido de gran ayuda para la economía. Sería un error ceder ese liderazgo gracias a retrasos y sobrecostos innecesarios. Mientras la NASA se prepara para hacer su mayor apuesta en años, es hora de apostar por nuevas formas de construir tecnologías futuras.
Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial o de Bloomberg LP y sus propietarios.
Este artículo fue traducido por Estefanía Salinas Concha.