Bloomberg Opinión — Cuando se habla de las próximas elecciones presidenciales en Francia, todas las conversaciones conducen a Eric Zemmour. Este analista de extrema derecha se ha disparado en las encuestas tras insinuar su candidatura a la presidencia. Su retórica cerebral y populista es una mezcla de Donald Trump y Tucker Carlson, con algunas características evidentemente francesas.
Si se menciona el 16% de la intención de voto de Zemmour en las reuniones sociales (lo que le sitúa en segundo lugar tras el presidente Emmanuel Macron, con alrededor del 25%, y en la segunda vuelta entre los candidatos), las reacciones variarán entre la incredulidad hasta la risa complaciente, hasta que un inevitable admirador se atreva a hablar. Puede que sea pronto, pero hay momentum aquí, y Macron no puede asumir que se desvanecerá.
Para ser claros, todas las encuestas indican que el presidente en funciones superaría con creces a Zemmour en una segunda vuelta. Pero al dividir aún más el campo en una carrera ya fragmentada (actualmente hay alrededor de 30 candidatos), Macron podría encontrarse luchando en todos los frentes sin saber quién será su verdadero rival. Más preocupante es que Macron tiene problemas para inspirar entusiasmo y participación de los votantes, mientras que Zemmour está impulsando a nuevos seguidores que alguna vez fueron apáticos.
Los paralelismos con Trump son de estilo más que de sustancia. Zemmour no comparte las obsesiones de Donald con el sector inmobiliario o China. Lo que sí tiene es una sensación de decadencia: “Las cosas estaban mejor antes” es un estribillo familiar. Luego está su chivo expiatorio y su simplismo: si tan solo no hubiera inmigrantes y los trabajos industriales volvieran al país, la economía prosperaría. Su elección de lenguaje (“violadores, asesinos”) para describir a los inmigrantes también evoca a Trump. Lo mismo la dificultad de los medios de comunicación para pedirle cuentas (una foto de un paparazzi que mostraba a Zemmour, de 63 años, en brazos de su asesora, de 28 años, sólo sirvió para humanizarlo).
Y aunque Zemmour no es un promotor de QAnon o teorías conspirativas contra las vacunas, sigue un camino igualmente paranoico. Es un fanático de la teoría racista del “Gran Reemplazo”, que los supremacistas blancos hicieron notoria en Charlottesville en 2017. El hecho de que sea de origen argelino-judío hace que su cortejo abierto a los antisemitas sea aún más frío y calculador. Ha hecho todo lo posible para blanquear el régimen de Vichy y poner en duda el caso Dreyfus.
Todo esto convierte a Zemmour en una figura tóxica para demasiadas personas: el 70% de los votantes no lo ven como material presidencial y más de la mitad están preocupados por él. Pero su ascenso ilustra un giro más amplio hacia la derecha en la política posterior a la pandemia de Covid-19 que ha fortalecido los impulsos conservadores de los franceses, con una mayoría que apoya la idea de cerrar más el país a los inmigrantes, más que en Italia, Alemania o el Reino Unido. Esto está arrastrando el debate presidencial más hacia la derecha, donde Macron no está en su elemento.
Es más, no está claro a quién se enfrenta realmente el presidente. ¿Qué pasa si Zemmour no logra desplazar a Marine Le Pen, que ha estado tratando de hacer que su partido sea más aceptable para la centro-derecha y ya no quiere abandonar el euro? ¿Qué pasa si el principal negociador del Brexit de la Unión Europea, Michel Barnier, llega a las últimas rondas de votación, jugando con las divisiones dentro de su partido de centro-derecha y promoviendo su larga experiencia política en Europa? Estos rivales requerirían estrategias diferentes.
De ahí por qué Macron se centra en su capacidad para ofrecer estabilidad a un electorado que, según sugieren las encuestas, está preocupado por el poder adquisitivo por encima de todo. El presidente está repartiendo enormes subsidios para que los franceses atraviesen un duro invierno. Ha prometido 3.800 millones de euros (US$ 4.400 millones) para las facturas de calefacción y la congelación de las tarifas del gas. El resultado es un déficit presupuestario proyectado del 5% el próximo año. El “cueste lo que cueste” es una herramienta potente.
Centrarse en la economía también tienta a Zemmour a entrar al terreno en el que es más débil: sus recientes promesas de recortar los impuestos sobre la gasolina y eliminar los nuevos límites de velocidad para los autos no encajan en un mundo de cero emisiones. De vez en cuando halaga a la centro-derecha hablando de recortar el generoso estado del bienestar y de reducir los impuestos a las empresas, y deja claro que no sacaría a Francia del euro. Pero siempre vuelve a centrarse en la “desigualdad de identidad” por encima de la “desigualdad social”.
La candidatura de Zemmour presenta dos grandes incógnitas. La primera es si será siquiera candidato. La segunda es si podrá ampliar su apoyo más allá de la extrema derecha. Su sueño es reunir a un grupo de seguidores formado por la Agrupación Nacional de Le Pen, el ala conservadora de los Républicains de centro-derecha y votantes desilusionados de otros ámbitos de la vida política. Pero hasta ahora sólo ha desviado votos de Le Pen.
Es demasiado pronto para decir qué ocurrirá a continuación. Las elecciones presidenciales francesas siempre dan giros inesperados: Los escándalos o las sorpresas pueden acabar con los aspirantes. Le Pen todavía tiene admiradores. La centro-derecha puede elegir un candidato fuerte al final.
Pero Macron tendrá que tomarse en serio la amenaza de Zemmour, digan lo que digan las encuestas. El presidente sabe que para lograr un alto nivel de participación el día de las elecciones en abril tendrá que avivar lo único que no inspira: entusiasmo. Y si Zemmour realmente llega a la segunda ronda, eso enfrentará a los seguidores leales de Macron, proeuropeos urbanos y de cuello blanco, contra un frente anti-republicano. Eso no sería motivo de risa.
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