Bloomberg — Los cubanos, por necesidad, tienen talento para salir adelante. Pero incluso ellos tienen límites, y este pasado fin de semana (10 y 11 de julio) miles de ciudadanos hartos salieron a la calle en lo que se convirtió en una serie de protestas sin precedentes en toda la isla por la grave escasez de alimentos, medicinas y combustible. El dolor de una pandemia que ha cerrado el turismo, combinado con el impacto de un aumento de los precios mundiales de los alimentos, una economía ineficiente dominada por el Estado, un asfixiante embargo estadounidense y los apagones (tanto literales como políticos) resultaron ser demasiado. Las redes sociales fueron el acelerador.
El presidente Miguel Díaz-Canel no tiene soluciones rápidas para aliviar el descontento o salir de la recesión más profunda desde el “período especial” que se produjo tras el colapso de la Unión Soviética. El gobierno confía que las vacunas contra el Covid-19 de fabricación nacional tengan éxito para recuperar una cierta versión de la normalidad. Sin embargo, los casos de coronavirus han aumentado considerablemente, las necesarias reformas monetarias han hecho subir los precios y las reservas se están agotando tanto como la paciencia popular. La ayuda de Venezuela ha disminuido, y el gobierno tiene poco carisma revolucionario al que recurrir: la dinastía Castro terminó en abril, y la mayoría de los cubanos son demasiado jóvenes y están demasiado bien informados.
El desenlace más probable es que La Habana se las arregle para salir adelante, apoyándose en la larga experiencia de sus funcionarios en materia de crisis ante la ausencia de apoyo de las organizaciones multilaterales, y esperando por un alivio que eventualmente llegará con la disipación de la pandemia. Sin embargo, existe un riesgo considerable, tanto para Cuba como para sus vecinos. La Habana necesita apresurarse y avanzar en la liberalización, así como en la creación de un sector privado de pleno derecho, si quiere reactivar una economía que se contrajo un 11% el año pasado, más o menos lo mismo que en 1991. Los factores internos pesan mucho, y habrá que convencer a los cubanos de que las iniciativas de reforma son auténticas. Como dijo el Primer Ministro Manuel Marrero Cruz a los funcionarios, la gente no come planes.
Pero Washington también puede hacer su parte. Los partidarios de la línea dura de Estados Unidos argumentan que mantener la presión traerá la democracia. De hecho, en una región en la que lo contrario del statu quo suele ser el caos, lo cierto es lo contrario.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha decepcionado hasta ahora las esperanzas de los cubanos de ver una distensión. Las limitaciones políticas son claras: los votantes latinos de Florida, donde vive un gran número de cubanos, así como los exiliados venezolanos y nicaragüenses, apoyaron al candidato republicano Donald Trump en las presidenciales de 2020, contentos con su dura postura. Las elecciones de mitad de término se acercan rápidamente, y los demócratas están ansiosos por limitar el daño.
Biden aún tiene margen para reparar algunas de las medidas más arbitrarias llevadas por Trump, empezando por aflojar las restricciones a las remesas (actualmente limitadas a US$1.000 por trimestre) y a las instituciones utilizadas para enviar dinero en efectivo de vuelta a la isla, además de permitir los viajes de familiares y turistas, que llevan consigo dólares y bienes estadounidenses, alivian la situación de los cubanos promedio y promueven el sueño americano directamente a las familias ordinarias, al igual que los visitantes hacia y desde el Occidente hicieron con los ciudadanos soviéticos hace décadas. Puede ayudar en la lucha contra Covid-19 apoyando el acceso a equipos como jeringas, donde la escasez ha obstaculizado los esfuerzos para distribuir incluso las propias vacunas del país (Cuba ha inoculado un respetable, pero insuficiente, 27% de su población con al menos una primera dosis). Con el tiempo, eso puede llevar a pasos necesarios pero más complicados, como retirar al país de la lista de Estados patrocinadores del terrorismo de Washington, una medida rencorosa de última hora de la administración Trump.
Los cubanos sentirían el impacto de tales medidas. Hay que tener en cuenta que sólo un millón de turistas llegaron en 2020, una cuarta parte del total del año anterior y una fracción de los cinco millones previstos. El mes de diciembre registró una caída de más del 80% interanual, lo que ha golpeado a los pequeños emprendedores. Mientras tanto, la inflación de los alimentos está perjudicando a todas las economías que dependen de la importación de productos básicos, y el sector agrícola cubano, agobiado por la burocracia, la pésima logística, la insuficiencia de insumos para enriquecer el suelo y las malas decisiones de siembra, no está logrando llenar el vacío.
Afortunadamente, la pandemia se ha manejado mejor. Cuba ha actuado con rapidez y, con unos impresionantes nueve médicos por cada 1.000 habitantes, ha registrado una tasa de letalidad por coronavirus (la proporción de muertes entre todos los infectados) del 0,6%, frente a una tasa mundial del 2,2%. El estado de Florida, con casi el doble de población, ha tenido más de nueve veces el número de casos de Covid-19 y 24 veces el número de muertes. Aun así, Cuba está luchando contra un brote alimentado por una variante mucho peor que todo lo visto hasta ahora.
Obviamente, la principal responsabilidad de los problemas de Cuba recae en los prolongados fracasos del gobierno para satisfacer las necesidades de su pueblo. Díaz-Canel ha dado últimamente pasos importantes, como la dolorosa pero necesaria unificación monetaria que puso fin a un sistema de doble moneda con múltiples tipos de cambio. Tiene que seguir reduciendo la participación del Estado, abordar el resultado de años de mala asignación de capital y promover un verdadero sector privado, no sólo permitir el autoempleo y las cooperativas no agrícolas. El problema es que, tal como están las cosas, no se equivoca cuando dice que las medidas de la anterior administración estadounidense están asfixiando la economía. Biden puede quitar esa pantalla.
Un escenario en el que el dolor económico empuje a Cuba a pedir de por democracia de manera instantánea es improbable. No ha funcionado durante décadas, y subestimar la capacidad del gobierno para aguantar incluso hoy sería imprudente. Las protestas populares producen un cambio de régimen mucho más raramente de lo que se cree. Hacer caso a los llamamientos a la acción militar exterior sería, por supuesto, una locura.
Es mucho mejor que Washington apueste por un cambio sostenido y progresivo hacia la apertura política y económica y que establezca vínculos directamente con los cubanos. El domingo, los manifestantes pidieron el fin de la dictadura, hubo decenas de detenciones y apagones de Internet, mientras el gobierno intentaba amortiguar las manifestaciones. Pero hay que tener en cuenta que, al igual que en las manifestaciones del Maleconazo de 1994 por privaciones similares, el enfado por las largas y calurosas colas y la insuficiencia de alimentos y medicinas fue lo que hizo salir a los cubanos: una coalición de hartos. Aquella crisis, preludio de un éxodo estival de más de 30.000 cubanos hacia Estados Unidos, cambió relativamente poco. No hay que desperdiciar esta oportunidad.