Bloomberg — El asesinato del presidente haitiano, Jovenel Moïse, sume aún más en el caos al país más pobre del hemisferio occidental. Estados Unidos, como el país vecino más rico y poderoso, debe liderar los esfuerzos externos para ayudar —sin hacerse ilusiones sobre los límites de lo que es posible.
La disfunción de Haití ha resistido durante mucho tiempo a todo esfuerzo externo. EE.UU. ha proporcionado más de US$5.000 millones desde 2010, lo que convierte a su vecino en el mayor receptor per cápita de apoyo estadounidense del hemisferio. No obstante, durante años Haití ha pasado de una crisis a otra, desafiando las esperanzas de una mejora duradera. Se ha gastado dinero, se han desplegado tropas estadounidenses y aun así el pueblo haitiano sigue sufriendo. El asesinato del presidente amenaza ahora con una nueva pendiente hacia la anarquía.
Gran parte del país está controlada por bandas armadas dedicadas a la extorsión y el secuestro. La capital, Puerto Príncipe, se ha visto paralizada por protestas callejeras casi diarias contra Moïse, quien, según grupos de oposición, se aferraba ilegalmente al poder. Por su parte, Moïse había recurrido a medidas cada vez más autocráticas, ordenando el arresto de altas autoridades que consideraba desleales, y presionando por cambios constitucionales para expandir el poder del Ejecutivo y permitir a los presidentes cumplir mandatos consecutivos. Se habían programado nuevas elecciones para septiembre. Ahora hay duda sobre si la votación se llevará a cabo y si, de ser el caso, los haitianos aceptarían el resultado.
EE.UU. y sus socios deben ser realistas. No pueden resolver los problemas de Haití, pero pueden esperar hacer una diferencia, y EE.UU. en particular tiene buenas razones para intentarlo. Es hogar de la mayor parte de la diáspora haitiana. Un aumento de la violencia podría incitar a más haitianos a huir, creando una nueva crisis migratoria justo cuando la Administración de Joe Biden lucha por manejar la afluencia a través de la frontera sur de EE.UU. También podría acelerar la propagación de variantes del coronavirus, ya que Haití es uno de los países con la menor tasa de vacunación del mundo.
Por el momento, reina la confusión. Aún no es claro quién estuvo detrás del asesinato de Moïse y por qué. También es incierto quién asumirá las responsabilidades de Moïse como jefe de Estado. Moïse había gobernado por decreto ejecutivo desde que disolvió el Parlamento en 2020, y el juez jefe de la Corte Suprema de Haití, el siguiente en el orden de sucesión, murió el mes pasado de covid-19. Tras el asesinato, dos hombres diferentes han afirmado ser el primer ministro y el líder legítimo del Gobierno.
En medio de esta agitación, la primera prioridad de EE.UU. debería ser ayudar a las autoridades haitianas a investigar el asesinato, enviando expertos forenses al país y compartiendo inteligencia sobre actores extranjeros que podrían haber estado involucrados. De la mano con socios internacionales, la Administración Biden debería reunir a miembros del régimen actual con representantes de partidos de oposición, la comunidad empresarial y grupos de la sociedad civil para acordar una transición ordenada hacia un Gobierno provisional. Debería designarse un panel independiente para establecer un nuevo calendario para elecciones legislativas y presidenciales fiables. Mientras tanto, EE.UU. debe continuar con programas para capacitar a la fuerza policial nacional de Haití y dirigir ayuda adicional a grupos no gubernamentales que promueven esfuerzos anticorrupción, la seguridad electoral y el Estado de derecho. Dada la delicada historia de intervención militar estadounidense en Haití, cualquier mantenimiento adicional del orden público debe emprenderse con aliados regionales.
El asesinato de Moïse es otro giro negativo más en un país que ha luchado por superar su historia de colonialismo, dictadura y desgobierno. Hay un límite a lo que pueden hacer desde el exterior, pero eso no significa que deban hacerse a un lado. El objetivo inmediato y alcanzable debería ser ayudar a evitar un colapso acelerado. Por el bien de Haití, y el propio, EE.UU. y sus socios regionales deberían dar un paso al frente.