La otra noche, llegaron policías a uno de los clubes de póquer clandestinos más populares de Caracas. Pero no para acabar con el lugar, por supuesto. Solo para brindar un poco de protección a un miembro de alto rango de la clase política ávido de su dosis de juego en la mesa Omaha.
De hecho, Omaha es todo lo que juegan: 10 personas apiñadas alrededor de una mesa, murmurando, gritando, riendo, tosiendo, estornudando y apostando grandes sumas de dinero, según los estándares locales. La apuesta inicial fue de US$50 por ronda, que equivale a casi 30 veces el salario mínimo mensual de Venezuela, y algunos clientes habituales perdieron unos US$2.000 en unas cuantas horas.
Había una fila de apostadores adinerados esperando a que se desocupara un puesto la noche que estuve allí. Esperaban por ahí, bebiendo ron y picando trozos de pollo. El dueño, un hombre sociable de 51 años con una elegante barba tipo Van Dyke y una debilidad por los trajes al estilo mafioso, me dijo que las filas eran algo nuevo. Antes de la pandemia, dijo, casi nadie tenía que esperar.
“Estoy pensando en agregar otra mesa”, dijo, pidiendo guardar el anonimato porque administrar una sala de juegos en su casa es, técnicamente hablando, ilegal.
Los clubes de póquer ilícitos nunca han sido tan populares como ahora en Caracas, debido al aburrimiento de la cuarentena en una ciudad en decadencia que incluso antes del coronavirus no tenía mucho que ofrecer en cuanto a entretenimiento. El resto del mundo ha recurrido a internet para jugar durante la pandemia, pero esa no es una opción confiable aquí, donde el servicio es demasiado inestable, incluso para los ricos.
Así que la gente se arriesga y se aventura hacia un creciente número de clubes, sus ubicaciones y horarios se difunden boca a boca y como rumores por WhatsApp. Hay al menos media docena en la ciudad, algunas con apuestas muy altas: perder US$15.000 en una noche no es algo inaudito. Incluso hay una en el 23 de Enero, un barrio enorme y extremadamente pobre. Se dice en la calle que es controlado por los “colectivos”, bandas armadas leales al régimen de Nicolás Maduro.
En la casa donde evidencié toda esta acción hasta altas horas de la noche, los jugadores eran de todos los tipos. Había un joven de 19 años con un suéter negro con capucha que nunca se quitó las gafas de sol. También, un hombre de 85 años que llevaba tanto tapabocas como protector facial, y sudaba profusamente. Por otro lado, una mujer, de 65 años y con anillos brillantes en varios dedos; fumaba sin parar y tomaba café tras café.
”Venir aquí hace que mis noches sean más cortas”, dijo el hombre de 85 años mientras miraba sus manos. Para él, es diversión, no un intento por ganar dinero. “Siempre pierdo”.
De cierta manera, se reconocía la amenaza del coronavirus, pues exigían tapabocas al ingreso. Sin embargo, la mayoría de la gente se lo quitó mientras jugaba. No noté ningún distanciamiento social. Un dispensador de desinfectante para manos permanecía en el olvido y nadie parecía preocupado por enfermarse. Realmente se estaban divirtiendo. Al igual que en Las Vegas, las bebidas eran gratis, no solo ron sino también Pepsi, whisky, cerveza. Si un juego se ponía tenso, había mujeres, con jeans ajustados y tacones altos, que daban masajes de espalda gratis.
El anfitrión también se estaba divirtiendo. Su tajada (o comisión, para los novatos) era de 5% del bote en cada mano. Nada mal. Para facilitar las cosas, uno de sus ayudantes, un tipo corpulento y fornido vestido todo de negro como su jefe, caminaba por la habitación con un fajo de billetes, listo para prestarle a cualquiera que pudiera quedarse corto. No comentó sobre la tasa de interés.
Varias semanas después, volví a saber del propietario. Había abandonado la idea de una segunda mesa. En cambio, consiguió un lugar completamente nuevo: un antiguo club nocturno con paredes negras y luces de neón verdes en el techo y un equipo profesional de crupiers y camareras con uniformes. También un servicio nuevo de protección: dos policías en un auto rotulado, estacionado justo afuera. Después de todo, solo es ‘técnicamente’ ilegal.
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